“– Pasen y vean, ancianos, degenerados, alcohólicos y mal pagados. Pronto comienza la función: ésta no es una obra de enamorados, sino la esencia del dolor en manos de dos diablos abrazados.
No se agolpen demasiado si no quieren adelantar la visión de la guadaña negra; si lo desean presto les podré ayudar, mas no obstante antes de sus almas sucumbir vean un milagro envuelto en maldad.”
Sillas, mesas y cuadros atendían la lección magistral. Andréi, muy crecido con sus recién estrenados veinte años, permanecía sentado en un taburete junto a la chimenea colocado. Absorto en su soledad, había ideado recrear lo que su padre siempre le había vetado: asistir a una representación teatral. Los muebles enmudecieron; las cortinas rasgaron sus vestiduras para su boca tapar. No había otro mundo; no había otro lugar...
La función había empezado, y la escena comenzaba con él mismo sentado, mirando fijamente un pequeño leño que portaba con su mano.
“– He aquí el árbol de la vida, y he aquí el milagro del fuego. Fuego del que mi cuerpo se regocija al recibir su calor en este tiempo invernal ¿Qué sería del hombre sin el fuego, mas qué sería del árbol sin el hombre? Densos bosques cubrirían la Tierra, y todo sería absoluta tranquilidad. No serían llama; no serían madera; no serían lanzas, sillas ni puertas.
He aquí el más trágico de todos los milagros: la esencia del hombre convertida en maldad. Yo mismo me doy asco, mas tú, insensato mueble, deberías pensar igual. He aquí el milagro de los muertos: lo vivo al fuego, a costa de los demás – exclamó Andréi arrojando el leño a la chimenea, el cual empezó con virulencia a crepitar – Polvo y cenizas: eso serás.
¿De qué sirven los sueños del necio, si en el averno morirá? ¿De qué sirve vivir si pronto ese fuego se extinguirá? Una pequeña llama se extingue con una llama superior; la ahoga estrepitosamente hasta por fin con ella acabar. Mi fuego se extinguirá con este fuego...
– ¡Mas eso no va a pasar! – irrumpió un coro de voces sin procedencia ni lugar.
– ¿Quién osa estropear mi obra de arte? ¿Quiénes vosotros, seres indignos, que mi vista no logra encontrar? ¿Quiénes sois? Dice el viento: no os responderá. Muy bien: ¡yo os maldigo por cobardía y maldad! – gritó enfurecido Andréi, no obstante interiormente acongojado. ¿De dónde procederían esas voces, si no había nadie más que él en su hogar?
– Más cobarde es quien habla del fuego, y no se atreve a él lanzar – replicaron nuevamente aquellas voces.
– No ansío mayor sufrimiento del que padezco ya – suspiró Andréi, colocándose de rodillas frente al taburete, mientras escudriñaba con sus oídos el ambiente, en busca de la verdadera procedencia de esas voces. Casi le parecía mentira, mas no conseguía ubicarlas en ningún lugar. Todas ellas procedían de diversas partes, mas al girar la cabeza, éstas le acompañaban sin variar su percepción auricular.
– Mírenle: vinculado a la nada; vacío como un árbol hueco.
– No calumniéis contra mi ya derruida alma. Dejad que sólo yo porte con esta carga para vosotros ajena.
– Pesada carga carente de contenido – ironizaron aquellas voces, las cuales irrumpieron en una sonora risa cargada de extraños ecos, los cuales fueron volatilizándose hasta desaparecer al final.
– ¡Fuera todos, allá donde estéis! ¡Fuera de mi hogar, donde todo es olvido! Si tenéis voz es que existe carne por quemar ¡Marchaos ahora mismo! ¡Qué osadía! ¡En mi casa entrar! Parece que ya se han ido– dijo Andréi intentando agudizar la percepción de sus oídos, dejando pasar un breve pero tenso periodo de tiempo en absoluto silencio– Los maldigo a todos. Ojalá no vuelvan más.
– ¡Volverán! – susurró con una voz ronca un extraño presagio.”
Por un momento la duda de lo que estaba allí ocurriendo se transformó en miedo ¿Qué podía hacer? ¿Escapar? Fuera, la nieve con violencia azotaba la casa con el transcurrir de aquel temporal invernal. Sus padres tardarían varios días en regresar de su viaje de negocios, marchando como itinerantes de función en función teatral. Máxime con aquellas copiosas nevadas, que los retrasaría aún más.
Finalmente presto marchó a su habitación, donde se encerró para no dejar las voces pasar. Más allá de las ventanas, los tilos se mecían al son de un viento que había cesado de portar nieve; la madera de la casa de vez en cuando crujía, y las ventanas emanaban un frío espectral que rápidamente se disipaba por la sala, caldeada por una pequeña estufa de carbón.
Los minutos pasaban, y el sueño al fin hizo aparición; no obstante todo era confuso: jamás hubo imágenes; jamás hubo recuerdos... únicamente una extraña sensación de vacío, como si en su mente existiera cierto bloqueo o algún extraño hueco. Cuán incómodos eran los despertares; ojalá no fuera así el sueño eterno.
Daniel Villanueva
lunes, 4 de febrero de 2008
jueves, 31 de enero de 2008
Parodia a un Difunto Enojado
Al fin todo ha terminado: con certeza esgrimí ese cuchillo como mortal lanza, y es esa la razón por la que me encuentro aquí.
¡Qué molesto puede resultar compartir habitación con el cadáver de un ser tan cercano! No obstante siento una calma tan afín... aún así bien podría haber avisado el difunto que desde aquel preciso momento del ensartamiento, las puertas no se podían abrir ¿En qué planta me hallo? ¿Un doceavo? Ni tan siquiera por las ventanas podría huir.
¡Ah! ¿Por qué la muerte tiene que ser así? Más quisiera dirigirme al Sindicato de la Guadaña para recurrir por una transición más prolongada y así tal vez uno podría despedirse de esposa e hijos. No sé: un hasta pronto, pues desde luego todos nos veremos allí... planta arriba o planta abajo, mas todos estaremos allí.
¿Dará tiempo para este cigarro? Sí: que esta fúnebre habitación se cargue de humo. Así podré estremecerme observando cómo las trazas de éste se agitan con el pasar de mi mano, al igual que las infinitas motas de polvo, que sólo con la luz del Sol se pueden advertir.
¿Qué hora marca mi reloj? ¡Vaya! ¡Se ha parado! Desde luego peor todo no podía ir: provoco una muerte y el cadáver se halla junto a mí, esperando él a que me encuentre y me lleven a un lugar donde nadie desea ir ¡Y qué calor hace! ¿No hay aire acondicionado? ¿Será este mando? ¡Tampoco funciona! Menudo día he de pasar aquí ... juraría incluso que estas paredes color beys de papel estampado se burlan de mí. Ni qué decir de la sorna de esas viejas sábanas desgastadas, bien empapadas en sangre y donde las moscas se deleitan en su jugo, expresando un rostro feliz. Todas ellas danzan alrededor del cuchillo, erguido como un mástil.
¿Podría haberme librado de esta tétrica macabrería? La respuesta es sí ¿Qué dirán mis hijos al enterarse de lo sucedido aquí? Seguramente un policía, o más bien mi esposa los reunirán para decirles tal que así:
“Venid hijos míos: vuestro padre se ha suicidado, y ahora se encuentra en un lugar más afín”
No les creáis y tened en cuenta que la muerte es un ser despiadado: hace cuatro horas de la llegada de mi hora funesta, mas ella aún no ha venido a por mí.
¿Llaman a la puerta? ¡Por fin!
Daniel Villanueva
30/02/08
¡Qué molesto puede resultar compartir habitación con el cadáver de un ser tan cercano! No obstante siento una calma tan afín... aún así bien podría haber avisado el difunto que desde aquel preciso momento del ensartamiento, las puertas no se podían abrir ¿En qué planta me hallo? ¿Un doceavo? Ni tan siquiera por las ventanas podría huir.
¡Ah! ¿Por qué la muerte tiene que ser así? Más quisiera dirigirme al Sindicato de la Guadaña para recurrir por una transición más prolongada y así tal vez uno podría despedirse de esposa e hijos. No sé: un hasta pronto, pues desde luego todos nos veremos allí... planta arriba o planta abajo, mas todos estaremos allí.
¿Dará tiempo para este cigarro? Sí: que esta fúnebre habitación se cargue de humo. Así podré estremecerme observando cómo las trazas de éste se agitan con el pasar de mi mano, al igual que las infinitas motas de polvo, que sólo con la luz del Sol se pueden advertir.
¿Qué hora marca mi reloj? ¡Vaya! ¡Se ha parado! Desde luego peor todo no podía ir: provoco una muerte y el cadáver se halla junto a mí, esperando él a que me encuentre y me lleven a un lugar donde nadie desea ir ¡Y qué calor hace! ¿No hay aire acondicionado? ¿Será este mando? ¡Tampoco funciona! Menudo día he de pasar aquí ... juraría incluso que estas paredes color beys de papel estampado se burlan de mí. Ni qué decir de la sorna de esas viejas sábanas desgastadas, bien empapadas en sangre y donde las moscas se deleitan en su jugo, expresando un rostro feliz. Todas ellas danzan alrededor del cuchillo, erguido como un mástil.
¿Podría haberme librado de esta tétrica macabrería? La respuesta es sí ¿Qué dirán mis hijos al enterarse de lo sucedido aquí? Seguramente un policía, o más bien mi esposa los reunirán para decirles tal que así:
“Venid hijos míos: vuestro padre se ha suicidado, y ahora se encuentra en un lugar más afín”
No les creáis y tened en cuenta que la muerte es un ser despiadado: hace cuatro horas de la llegada de mi hora funesta, mas ella aún no ha venido a por mí.
¿Llaman a la puerta? ¡Por fin!
Daniel Villanueva
30/02/08
martes, 22 de enero de 2008
Ritual
(Hoy es la primera vez que escribo aquí fuera de un relato o canción... Sin duda, dadas las circunstancias de hoy publicaría nuevamente The Curse of Your Eyes, mas esta canción ya se halla en esta página de relatos.
De no ser porque mañana tengo a primera hora un exámen hoy me llevaría horas y horas escribiendo: es posible que el Creador de Sueños; es posible que una canción... es posible que algo nuevo, o tal vez una continuación. Al son de Dissapear publiacaré una de mis canciones favoritas (de las made in Absentia))
Ritual:
On a cold winters night
Shadows walk with little lights
And nothing knows where they go
Forest covers me, I’m alone
What`s I hear? What’s they say?
(The) river talks; (the) last week the same
And fright rules on myself
I don’t know how to scape
No, I don’t know
What’s happening today?
Shadows are men, clothes dark
Clothes with large capes
And hoods that hide their faces
Dances, dark songs
On a clearing lighted by stars
While a dark moon begins to light their faces
A lot of eyes from the wood
Looks the fire, nothing moves
Shaman turns, on the green
They all are of knees
Ravens flies, Owls looks
I’m scare, but I can’t move
Wolfs now howl, and walk around
(the) Shaman calls me, towards him I walk
And no, I don’t know
What’s happening on me?
Turns, jumps and singings
Arround a green burning flame
All take part on this ritual (that) never ends
Dances, dark songs
On a clearing lighted by stars
While a dark moon begins to light their faces
Shadows are men, clothes dark
Clothes with large capes
And hoods that hide their faces
Dances, dark songs
On a clearing lighted by stars
While a dark moon begins to light their faces
Turns, jumps and singings
Arround a green burning flame
All take part on this ritual (that) never ends
Dances, dark songs
On a clearing lighted by stars
While a dark moon begins to light their faces
Daniel Villanueva
para Absentia
(¿Melancolía? Tal vez, mas no hay daño: solo frío... mucho frío)
De no ser porque mañana tengo a primera hora un exámen hoy me llevaría horas y horas escribiendo: es posible que el Creador de Sueños; es posible que una canción... es posible que algo nuevo, o tal vez una continuación. Al son de Dissapear publiacaré una de mis canciones favoritas (de las made in Absentia))
Ritual:
On a cold winters night
Shadows walk with little lights
And nothing knows where they go
Forest covers me, I’m alone
What`s I hear? What’s they say?
(The) river talks; (the) last week the same
And fright rules on myself
I don’t know how to scape
No, I don’t know
What’s happening today?
Shadows are men, clothes dark
Clothes with large capes
And hoods that hide their faces
Dances, dark songs
On a clearing lighted by stars
While a dark moon begins to light their faces
A lot of eyes from the wood
Looks the fire, nothing moves
Shaman turns, on the green
They all are of knees
Ravens flies, Owls looks
I’m scare, but I can’t move
Wolfs now howl, and walk around
(the) Shaman calls me, towards him I walk
And no, I don’t know
What’s happening on me?
Turns, jumps and singings
Arround a green burning flame
All take part on this ritual (that) never ends
Dances, dark songs
On a clearing lighted by stars
While a dark moon begins to light their faces
Shadows are men, clothes dark
Clothes with large capes
And hoods that hide their faces
Dances, dark songs
On a clearing lighted by stars
While a dark moon begins to light their faces
Turns, jumps and singings
Arround a green burning flame
All take part on this ritual (that) never ends
Dances, dark songs
On a clearing lighted by stars
While a dark moon begins to light their faces
Daniel Villanueva
para Absentia
(¿Melancolía? Tal vez, mas no hay daño: solo frío... mucho frío)
miércoles, 2 de enero de 2008
El Creador de Sueños (Capítulo 1) Inicio
Un manto inerte de nieve por el que Andréi caminaba, apenas le permitía continuar en aquel bosque blanco y gris. Había puntos incluso en los que debía superar verdaderos montes de nieve, en las que sólo se percibían las ramas de los árboles, ásperas y cortantes, que con frecuencia en un gélido abrazo le atrapaban sin apenas dejarle huir... y más aún con aquella enorme carga de leña fijada en un viejo trineo, con el que de una cuerda de esparto tiraba grito tras grito. Poco a poco sus manos se percibían más dolidas y ensangrentadas, y un tenaz frío en forma de ventisca arreciaba con más fuerza, desplazando enormes masas de nieve en aquel bosque pristino.
– ¡Empuja! ¡Empuja! Sólo un poco más ¿Es eso lo que sabes hacer? Pronto llegará tu padre, y aquí andas tan lejos de casa regalando horas a la vanidad ¡Empuja!
Fácil habría sido para los lobos hallarle con las pequeñas gotas de sangre que de la cuerda empezaban a gotear ¿Sería capaz de enfrentarse a uno de ellos, con tan solo una pequeña daga y la escasa fuerza, propia de su edad? Sus once veranos de experiencia de poco servirían ante semejante animal, máxime si aparecían en manada, aunque por suerte aquello no llegó a pasar.
Cuánto soñaba Andréi hacerse tan robusto y alto como su padre. Tal vez le incomodarían sus gruesas barbas a menudo manchadas, y que hedían un profundo olor a alcohol ¡Cuánto odiaba esa sustancia! Ya una vez Andréi hizo prender el granero colindante a su casa, almacenando allí todas las reservas del fatal líquido, que con tanto aprecio sus padres en la despensa amontonaban. Presa de aquel recuerdo dantesco, sus manos percibieron un arduo dolor... como aquella barra de hierro encendida, la cual empuñó diez segundos como castigo, al descubrir su padre quién había sido el autor de la matanza de su dios.
Andréi lavó sus manos manchadas de sangre en la nieve: allá en la palma de sus manos se encontraban las marcas de aquel horror. Con apenas un metro cincuenta de estatura, Andréi había logrado esculpir su cuerpo minado de cicatrices con una notable musculatura, no obstante inigualable a la fuerza de cualquier adulto, como su progenitor. Tal vez sí sería ésta eminente comparándola con los niños de alrededor, que no obstante en vez de cargar con pesados leños en su trineo, tan sólo se conformaban con lanzarse en ellos, o bien empujar a algún amigo que jugase con ellos. Tampoco los niños de alrededor poseían cortes en el pelo tan toscos y extravagantes como Andréi: una vez sus cabellos se podían empuñar tras él, una navaja se deslizaba entre ellos con un corte imperfecto, y no había nada que hacer. Sus ojos claros como el hielo habían contemplado mucho dolor; por ello siempre permanecían bien abiertos, en espera de recibir cualquier señal para escabullirse de cualquier golpe, aunque muchos de ellos fueran imposibles de evitar, cual bomba de deflagración.
– ¡Qué carga tan pesada! – Se quejaba Andréi mientras tiraba con todas sus fuerzas del trineo, el cual se había varado en un pequeño hundimiento de nieve. Cada tirón suponía un profundo calambre en sus heladas y ensangrentadas manos. Los iniciales lamentos pronto pasaron a ser gritos de desesperación.
– ¿Puedo ayudarte? – exclamó un extraña voz de espaldas a Andréi. Por un momento temió recibir algún castigo por la tardanza a manos de su padre. No: esta vez se equivocaba. Aquella curtida voz por el devenir de los años no correspondía con la de su padre, sino con la de un anciano solitario que lo observaba con admiración.
– No, gracias – replicó Andréi ensimismado, recordando qué podía esperar de su progenitor cuando no era capaz de cumplir una obligación – Soy capaz de valerme por...
– ¿Crees que puedes con todo eso tú sólo? ¿Dónde vives? ¿Qué raro? Nunca te he visto, y eso que a mi ver debes portar bajo tus espaldas al menos diez años.
– No es costumbre en mi casa salir al exterior en vano.
– ¿Vives cerca? – Andréi dejó por un momento de tirar del trineo para apuñalar con sus ojos al anciano. Ellos casi podían brillar con el albedo de la nieve, que a la vez acentuaba su rostro pálido – Entiendo – comentó el anciano – Creo saber quien eres: tu edad coincide con aquel evento – dijo adquiriendo su rostro un tono más serio – Ahora escúchame: dime qué prefieres ¿Venir a descansar conmigo, abandonando ese tiesto, o prefieres que te ayude a cambio de terciar unas palabras con tu padre?
– ¡Jamás! – gritó enfurecido Andréi tirando a la desesperada del trineo, que no obstante resultó un acto inútil. Finalmente, el frío y las ensangrentadas manos en conjugación con el esparto hicieron su fatal cometido, provocandole un profundo calambre al resbalar sus manos por la cuerda, como muchas veces. El chico no pudo soportar el dolor más, cayendo de espaldas a la nieve mientras gritaba intentando calmar la intensa flagrancia de sus manos.
El viejo no dudó en acercarse al joven para examinarle – ¡Hijo mío! Estás loco– le replicó mientras sujetaba con firmeza los antebrazos de Andréi y así ver con detenimiento sus manos – Lo primero de todo va a ser sacarte de aquí, mas mucho me temo que vas a sufrir con tus manos varios días. No hay peor dolor que el de la carne viva: o al menos eso dice mi doctor – continuó hablándole a Andréi mientras sonreía un poco – Permíteme que te lleve a casa.
– Pero no sabes donde se encuentra.
– Mas bien diría que todo lo contrario – musitó adquiriendo un rostro frío y pálido.
Atrás quedó el trineo con las riendas teñidas de sangre, cargado hasta arriba de leños: en condiciones normales Andréi no se habría rendido, mas aquellas no lo eran. Realmente las inclemencias del tiempo y un material indebido le habían vencido ¿Qué sería de él ahora? Cada metro que andaba en brazos del anciano le permitía reconocer árboles muy familiares. Sin duda el viejo le estaba conduciendo a su hogar, y al parecer muy bien sabía dónde se hallaba. Tras una no muy prolongada marcha, al fin se situaron frente a los muros de su casa, dejando a Andréi atónito por la rapidez en el desplazamiento. No obstante más sorprendido se hallaba aquel hombre que en brazos le portaba, aunque por otros motivos: el siniestro gris de la madera que conformaba la fachada de la casa, se alzaba sobre un espeso manto blanco que la rodeaba. Sin duda él había visitado dicho lugar: su rostro, un tanto perturbado, no dejaba dudas; fueran los recuerdos que fueran, estos no le complacían.
Un pequeño porche techado con tejas de pizarra, y éstas semicubiertas por la nieve recibían al inquilino, y bajo éste, una triste silla mecedora permanecía estática bajo el abrazo de gélidos témpanos de hielo. Dos ventanas, una de ellas de gran tamaño, y un ventanuco más arriba, conformaban la decoración de la cara principal de la casa en conjunción con el porche, el cual llevaba un poco más adentro a un pequeño recibidor a cuya derecha se encontraba la entrada a la casa, y a cuya izquierda conducía mediante unas escaleras al desván. Ésta, ascendía lateralmente por la fachada de la casa adelantando los muros de madera a sus pies, y finalmente quedaba suspendida en el aire como una cornisa, una vez llegaba a la altura de las tejas, perdiéndose en la esquina por la otra cara de la fachada, donde se hallaba la puerta del desván, utilizado desde siempre como almacén.
La puerta principal se hallaba entreabierta: el anciano por un momento dudó, más al cerrar los ojos con sus arrugados párpados, al fin empujó. El salón casi parecía haber permanecido intacto con el pasar de los años: aquellos cuadros, aquellos bustos... el discordante tono de la pared con la opulenta estancia, lóbrega a los ojos de aquel que se aventurase a alzar la vista sobre su contenido. Salón de malos presagios para el poeta; lugar de ensueño para el novelista de terror...
– Piotr – exclamó el anciano, depositando a Andréi sobre un viejo sofá situado de espaldas a la cristalera del salón, a la izquierda de la entrada principal – Mucho me temo que hoy recibes visita – No muy lejos del anciano, quien apenas había avanzado unos pasos a partir de la puerta de entrada, el sonido de una mano depositar un vaso de cristal sobre una superficie de madera le puso en alerta. No se hallaba muy lejos: su vista ya se hallaba fijada tras el arco que tenía frente a él, donde la cocina aguardaba.
– ¿Y quien diablos es... – Piotr quedó perplejo al ver el rostro de aquel hombre. Su evidente nerviosismo quedó reflejado en su mano izquierda, la cual soltó sin querer una botella de vodka al suelo, derramando su contenido – ¿Qué haces aquí? – comentó furioso.
– La ley, amigo, ha venido a recordarte que no olvida lo que hace una década había sucedido– pronunció gallardo el anciano.
– Ignoro cuánto tiempo hace que la ley come de mi bolsillo – balbució Piotr en tono de mofa.
– Mas sabes que eso no funcionó conmigo – contestó el anciano, quien tras sus ojos comenzaron a perfilarse ciertos trazos de emoción. Andréi sin embargo no entendió nada; la ignorancia y el mal estado de Andréi le libraron de toda comprensión.
– Sí que funcionó– le replicó tratando de fingir cierto desprecio en cuanto a lo que se referían.
– ¡Maldito canalla! – exclamó el anciano al compás de una de sus lágrimas escapar por sus ojos decaídos – Heme hoy paseando por el bosque para ofrecer tributo a aquello que más quiero, cuando al alzar la vista me encuentro con un niño moribundo bajo la fusta de su padre ¡Canalla! Jamás supiste estar a la altura de ser un buen padre.
– ¡No has cumplido con tu parte Vladimir! – gritó Piotr.
– Tampoco tú – le contestó el anciano, cuyo nombre acababa Piotr de pronunciar.
– ¡Márchate!
– No sin Andréi – replicó Vladimir.
– No es tu hijo – pronunció Piotr con una voz excesivamente ronca.
– Jamás debió serlo: no existe alma en este mundo que merezca un padre así.
– En ese caso a mí encomendaste tu nieto, oh Vladimir, ley del pueblo.
– ¡Salvaje!
– No, no: está bien – añadió Piotr – cuatro días te dejo, y todo porque en breves momentos un carruaje donde se halla mi mujer me recoge, tomando rumbo a la capital para una representación de teatro. En verdad Andréi sabría bien valerse por si mismo – prosiguió mientras observaba a su hijo en el sofá medio aturdido – Mas creo que vista la sentencia he de complacer en su medida a la ley – continuó con un particular tono burlesco – ¡La ley me condena a tener un canguro! Bien: que así sea – No muy lejos de la casa pudieron escucharse los clásicos trotes de los caballos, hundiendo sus cascos sobre la nieve.
– ¡El trineo espera! – gritó el chofer personal de Piotr, quien aguardaba impaciente cumplir con su tarea.
– ¿Lo ves? – finalizó el padre de Andréi – Una última cosa ¿No se te ocurrirá secuestrar a mi hijo? Bien me he ganado la confianza del nuevo policía del pueblo; seguro que con unas cuantas monedas de oro en su bolsillo no atiende de piedades con un pobre anciano retirado, largo tiempo ha, de su oficio.
– ¡El trineo espera! – repitió el cochero.
– Au revoir Vladimir: el teatro me espera...
Daniel Villanueva
– ¡Empuja! ¡Empuja! Sólo un poco más ¿Es eso lo que sabes hacer? Pronto llegará tu padre, y aquí andas tan lejos de casa regalando horas a la vanidad ¡Empuja!
Fácil habría sido para los lobos hallarle con las pequeñas gotas de sangre que de la cuerda empezaban a gotear ¿Sería capaz de enfrentarse a uno de ellos, con tan solo una pequeña daga y la escasa fuerza, propia de su edad? Sus once veranos de experiencia de poco servirían ante semejante animal, máxime si aparecían en manada, aunque por suerte aquello no llegó a pasar.
Cuánto soñaba Andréi hacerse tan robusto y alto como su padre. Tal vez le incomodarían sus gruesas barbas a menudo manchadas, y que hedían un profundo olor a alcohol ¡Cuánto odiaba esa sustancia! Ya una vez Andréi hizo prender el granero colindante a su casa, almacenando allí todas las reservas del fatal líquido, que con tanto aprecio sus padres en la despensa amontonaban. Presa de aquel recuerdo dantesco, sus manos percibieron un arduo dolor... como aquella barra de hierro encendida, la cual empuñó diez segundos como castigo, al descubrir su padre quién había sido el autor de la matanza de su dios.
Andréi lavó sus manos manchadas de sangre en la nieve: allá en la palma de sus manos se encontraban las marcas de aquel horror. Con apenas un metro cincuenta de estatura, Andréi había logrado esculpir su cuerpo minado de cicatrices con una notable musculatura, no obstante inigualable a la fuerza de cualquier adulto, como su progenitor. Tal vez sí sería ésta eminente comparándola con los niños de alrededor, que no obstante en vez de cargar con pesados leños en su trineo, tan sólo se conformaban con lanzarse en ellos, o bien empujar a algún amigo que jugase con ellos. Tampoco los niños de alrededor poseían cortes en el pelo tan toscos y extravagantes como Andréi: una vez sus cabellos se podían empuñar tras él, una navaja se deslizaba entre ellos con un corte imperfecto, y no había nada que hacer. Sus ojos claros como el hielo habían contemplado mucho dolor; por ello siempre permanecían bien abiertos, en espera de recibir cualquier señal para escabullirse de cualquier golpe, aunque muchos de ellos fueran imposibles de evitar, cual bomba de deflagración.
– ¡Qué carga tan pesada! – Se quejaba Andréi mientras tiraba con todas sus fuerzas del trineo, el cual se había varado en un pequeño hundimiento de nieve. Cada tirón suponía un profundo calambre en sus heladas y ensangrentadas manos. Los iniciales lamentos pronto pasaron a ser gritos de desesperación.
– ¿Puedo ayudarte? – exclamó un extraña voz de espaldas a Andréi. Por un momento temió recibir algún castigo por la tardanza a manos de su padre. No: esta vez se equivocaba. Aquella curtida voz por el devenir de los años no correspondía con la de su padre, sino con la de un anciano solitario que lo observaba con admiración.
– No, gracias – replicó Andréi ensimismado, recordando qué podía esperar de su progenitor cuando no era capaz de cumplir una obligación – Soy capaz de valerme por...
– ¿Crees que puedes con todo eso tú sólo? ¿Dónde vives? ¿Qué raro? Nunca te he visto, y eso que a mi ver debes portar bajo tus espaldas al menos diez años.
– No es costumbre en mi casa salir al exterior en vano.
– ¿Vives cerca? – Andréi dejó por un momento de tirar del trineo para apuñalar con sus ojos al anciano. Ellos casi podían brillar con el albedo de la nieve, que a la vez acentuaba su rostro pálido – Entiendo – comentó el anciano – Creo saber quien eres: tu edad coincide con aquel evento – dijo adquiriendo su rostro un tono más serio – Ahora escúchame: dime qué prefieres ¿Venir a descansar conmigo, abandonando ese tiesto, o prefieres que te ayude a cambio de terciar unas palabras con tu padre?
– ¡Jamás! – gritó enfurecido Andréi tirando a la desesperada del trineo, que no obstante resultó un acto inútil. Finalmente, el frío y las ensangrentadas manos en conjugación con el esparto hicieron su fatal cometido, provocandole un profundo calambre al resbalar sus manos por la cuerda, como muchas veces. El chico no pudo soportar el dolor más, cayendo de espaldas a la nieve mientras gritaba intentando calmar la intensa flagrancia de sus manos.
El viejo no dudó en acercarse al joven para examinarle – ¡Hijo mío! Estás loco– le replicó mientras sujetaba con firmeza los antebrazos de Andréi y así ver con detenimiento sus manos – Lo primero de todo va a ser sacarte de aquí, mas mucho me temo que vas a sufrir con tus manos varios días. No hay peor dolor que el de la carne viva: o al menos eso dice mi doctor – continuó hablándole a Andréi mientras sonreía un poco – Permíteme que te lleve a casa.
– Pero no sabes donde se encuentra.
– Mas bien diría que todo lo contrario – musitó adquiriendo un rostro frío y pálido.
Atrás quedó el trineo con las riendas teñidas de sangre, cargado hasta arriba de leños: en condiciones normales Andréi no se habría rendido, mas aquellas no lo eran. Realmente las inclemencias del tiempo y un material indebido le habían vencido ¿Qué sería de él ahora? Cada metro que andaba en brazos del anciano le permitía reconocer árboles muy familiares. Sin duda el viejo le estaba conduciendo a su hogar, y al parecer muy bien sabía dónde se hallaba. Tras una no muy prolongada marcha, al fin se situaron frente a los muros de su casa, dejando a Andréi atónito por la rapidez en el desplazamiento. No obstante más sorprendido se hallaba aquel hombre que en brazos le portaba, aunque por otros motivos: el siniestro gris de la madera que conformaba la fachada de la casa, se alzaba sobre un espeso manto blanco que la rodeaba. Sin duda él había visitado dicho lugar: su rostro, un tanto perturbado, no dejaba dudas; fueran los recuerdos que fueran, estos no le complacían.
Un pequeño porche techado con tejas de pizarra, y éstas semicubiertas por la nieve recibían al inquilino, y bajo éste, una triste silla mecedora permanecía estática bajo el abrazo de gélidos témpanos de hielo. Dos ventanas, una de ellas de gran tamaño, y un ventanuco más arriba, conformaban la decoración de la cara principal de la casa en conjunción con el porche, el cual llevaba un poco más adentro a un pequeño recibidor a cuya derecha se encontraba la entrada a la casa, y a cuya izquierda conducía mediante unas escaleras al desván. Ésta, ascendía lateralmente por la fachada de la casa adelantando los muros de madera a sus pies, y finalmente quedaba suspendida en el aire como una cornisa, una vez llegaba a la altura de las tejas, perdiéndose en la esquina por la otra cara de la fachada, donde se hallaba la puerta del desván, utilizado desde siempre como almacén.
La puerta principal se hallaba entreabierta: el anciano por un momento dudó, más al cerrar los ojos con sus arrugados párpados, al fin empujó. El salón casi parecía haber permanecido intacto con el pasar de los años: aquellos cuadros, aquellos bustos... el discordante tono de la pared con la opulenta estancia, lóbrega a los ojos de aquel que se aventurase a alzar la vista sobre su contenido. Salón de malos presagios para el poeta; lugar de ensueño para el novelista de terror...
– Piotr – exclamó el anciano, depositando a Andréi sobre un viejo sofá situado de espaldas a la cristalera del salón, a la izquierda de la entrada principal – Mucho me temo que hoy recibes visita – No muy lejos del anciano, quien apenas había avanzado unos pasos a partir de la puerta de entrada, el sonido de una mano depositar un vaso de cristal sobre una superficie de madera le puso en alerta. No se hallaba muy lejos: su vista ya se hallaba fijada tras el arco que tenía frente a él, donde la cocina aguardaba.
– ¿Y quien diablos es... – Piotr quedó perplejo al ver el rostro de aquel hombre. Su evidente nerviosismo quedó reflejado en su mano izquierda, la cual soltó sin querer una botella de vodka al suelo, derramando su contenido – ¿Qué haces aquí? – comentó furioso.
– La ley, amigo, ha venido a recordarte que no olvida lo que hace una década había sucedido– pronunció gallardo el anciano.
– Ignoro cuánto tiempo hace que la ley come de mi bolsillo – balbució Piotr en tono de mofa.
– Mas sabes que eso no funcionó conmigo – contestó el anciano, quien tras sus ojos comenzaron a perfilarse ciertos trazos de emoción. Andréi sin embargo no entendió nada; la ignorancia y el mal estado de Andréi le libraron de toda comprensión.
– Sí que funcionó– le replicó tratando de fingir cierto desprecio en cuanto a lo que se referían.
– ¡Maldito canalla! – exclamó el anciano al compás de una de sus lágrimas escapar por sus ojos decaídos – Heme hoy paseando por el bosque para ofrecer tributo a aquello que más quiero, cuando al alzar la vista me encuentro con un niño moribundo bajo la fusta de su padre ¡Canalla! Jamás supiste estar a la altura de ser un buen padre.
– ¡No has cumplido con tu parte Vladimir! – gritó Piotr.
– Tampoco tú – le contestó el anciano, cuyo nombre acababa Piotr de pronunciar.
– ¡Márchate!
– No sin Andréi – replicó Vladimir.
– No es tu hijo – pronunció Piotr con una voz excesivamente ronca.
– Jamás debió serlo: no existe alma en este mundo que merezca un padre así.
– En ese caso a mí encomendaste tu nieto, oh Vladimir, ley del pueblo.
– ¡Salvaje!
– No, no: está bien – añadió Piotr – cuatro días te dejo, y todo porque en breves momentos un carruaje donde se halla mi mujer me recoge, tomando rumbo a la capital para una representación de teatro. En verdad Andréi sabría bien valerse por si mismo – prosiguió mientras observaba a su hijo en el sofá medio aturdido – Mas creo que vista la sentencia he de complacer en su medida a la ley – continuó con un particular tono burlesco – ¡La ley me condena a tener un canguro! Bien: que así sea – No muy lejos de la casa pudieron escucharse los clásicos trotes de los caballos, hundiendo sus cascos sobre la nieve.
– ¡El trineo espera! – gritó el chofer personal de Piotr, quien aguardaba impaciente cumplir con su tarea.
– ¿Lo ves? – finalizó el padre de Andréi – Una última cosa ¿No se te ocurrirá secuestrar a mi hijo? Bien me he ganado la confianza del nuevo policía del pueblo; seguro que con unas cuantas monedas de oro en su bolsillo no atiende de piedades con un pobre anciano retirado, largo tiempo ha, de su oficio.
– ¡El trineo espera! – repitió el cochero.
– Au revoir Vladimir: el teatro me espera...
Daniel Villanueva
lunes, 24 de diciembre de 2007
El Creador de Sueños (Prólogo) Gritan las Musas

Eran otros tiempos... de eso no cabía duda: no había más carro que aquel que era empujado por bestias y caballos; los caminos eran un lodazal de invierno en vez de negro asfalto; los parques... ¿parques? Extensos bosques salvajes cubrían enormes llanos y laderas. Perros y vigías custodiaban la tierra de sus amos, algunos de ellos de alta alcurnia, y otros sin embargo simples labradores dueños de pequeños eriales y haciendas.
Pueblos y aldeas se enorgullecían de tener un simple reloj de maquinaria en lo alto de los campanarios de sus iglesias, en vez de los incluso ya anticuados relojes de Sol y arena.
Los zorros acechaban las gallinas; los lobos las ovejas. El oso era el más temido animal del hombre, siempre y bajo el permiso de éste... y he aquí el verdadero precio de la maldad.
El aire era puro y limpio... únicamente embelesado por suaves fragancias del bosque, y quizás en los aledaños de una cabaña, el humeante olor de chimeneas y candelas en las frías noches de invierno; invierno que en aquellos tiempos ya arreciaba, portando su frío manto a las altas cumbres, a las que raramente ascendían ellos.
Los días eran excesivamente cortos, mas la noche reinaba en aquel paisaje silvestre rodeado de tilos y pequeñas praderas labradas por el hombre, donde sacaban provecho de sus cultivos, no obstante bien escasos en producción debido al gélido clima y a las nieves constantes del largo invierno. Sin embargo, aquel año fue bastante atípico: casi parecía que las temperaturas, aunque frías nunca bajaban de los cero grados, y la lluvia, incesante y helada, había convertido el pastizal en un blando suelo donde se mezclaba pasto y barro. Las huellas con facilidad en él se hundían; no había pues motivo para perderse; en ese caso fácil era encontrar ese camino que el suelo bien se había asegurado de marcar.
No muy lejos de una aldea colindante a aquellas montañas, se erguía una imponente casa de madera que muy pocos hombres conocían. Bien se había encargado su dueño de privar la vista de sus entrañas, con el fin de ocultar lo que realmente ya se podía evidenciar: no era buena la semilla la que allí se podía engendrar. Solo una madre de muy puro corazón querría intentar limpiar la oscuridad de aquel hogar; o tal vez un ser despiadado que compartiese los viciados gustos del señor, que aquella noche iba a cometer un acto fatal.
Dentro, tan sólo unas velas iluminaban el angosto salón, no obstante decorado con robustos muebles de la más exquisita madera, en cuyo interior poseían vajillas de cristal, porcelana y otras incluso adornadas con gemas. También, allá donde no había madera, residían pequeños bustos de origen romano en las esquinas, algún cuadro de los más exóticos paisajes, y el singular retrato del amo, que erguido y serio, miraba amenazante la puerta de la habitación, donde un acto inusual acontecía.
Una mujer de cabellos dorados y singular belleza se hallaba de parto: sólo el médico, un sacerdote de oscura sotana, la acompañaba, con el fin de que no se sintiera indispuesta y abandonada. Pronto de su interior emanaría el mayor tesoro que una mujer podía tener. Ya casi parecía asomar el cuerpo de lo que parecía ser un niño –Mi hijo– Exclamó con un profundo llanto ella. Tal vez habría que darse prisa: aquellas palabras que pronunció su marido la noche anterior no parecían traerle mucho bien ni a ella, ni al que ya podía decirse que era él: su niño; su único hijo, concebido presa del engaño que nueve mesas ha, ella en sus carnes había sufrido.
El niño había nacido sano; hacía tan sólo unos segundos que el clérigo le había provocado su primer llanto, y ahora reposaba sobre el seno de su madre, que inquieta pero feliz lloraba, mientras el singular ayudante de parto se lavaba sus ensangrentadas manos y acto seguido bendecía la llegada de aquel bebé.
Un viento helado pareció proceder llegar de la puerta; otra más lejana parecía haberse abierto:
– ¡Ya puede marcharse, padre! – dijo una voz ronca a gritos, acompañada por el sonido de otra persona que parecía sonreír – ¿Me ha escuchado?– dijo al aparecer por la puerta de la habitación, mientras miraba con repulsión a su esposa manchada de sangre y abrazada a su hijo, tratando de incorporarse desesperada e intentando agarrar al párroco, para que no se marchase.
– Aún tengo que lavar al niño, señor – dijo el sacerdote, un tanto sorprendido por la tardía llegada del padre, y más aún por ir acompañado por una muchacha que cariñosamente le abrazaba, sin tan siquiera disimular su oscura y no tan secreta relación.
– ¿Es que no me ha oído? – gritó Piotr, padre de la criatura.
– Ya lo haré, señor – dijo el sacerdote recogiendo su maletín donde guardaba sus medicinas, y despidiéndose a continuación. De nuevo un aire gélido penetró en la habitación; quizás un último hálito de esperanza se había marchado.
– Al fin el mal ha sido extirpado.
– ¿Qué dices Piotr? – gritó su mujer– ¿Qué haces tú, que ni siquiera respetas la llegada de tu hijo y traes a esa a casa envuelto en ese pestilente olor a alcohol?
– Cállate – gritó su marido, quien la abofeteó– Escucha este sórdido ruido: tus llantos; los propios del niño; escucha la risa lejana en el salón de aquella que esta noche va a compartir cama conmigo, mientras tú quedarás aquí postrada, desasistida y en el olvido. Será un placer no volver a verte.
– ¿Qué haces? – gritó ella – ¡No! ¡Ese cuchillo no! ¡Mi hijo!
– No es el hijo el mal ¿Comprendes? Adiós; por siempre.
Gritan las musas horrorizadas, coléricas y presas de un profundo pavor; un niño bañado en sangre llora desesperado, buscando el cálido abrazo de su madre... de su gélida madre, cuyo cuello a medio abrir tiempo ha dejó de emanar sangre; cuyo cuerpo horas ha, fue abandonado por un alma que más quisiera haber sobrevivido para proteger a su hijo.
Las horas pasaron, mas allá en la lejanía de la soledad del niño, eran bien perceptibles los gemidos de una mujer, que entre risas disfrutaba de un macabro placer a costa de un padre cuyo norte había perdido ¿Qué iba a ser de él? No habría madre que le protegiera: no habría padre entregado a la causa de cuidar a su hijo.
Así los días pasaron; los meses; las estaciones... los años. Pocos apostaron por la vida del crío, mas éste había sobrevivido. Tal vez la resaca de aquella mujer hizo comprender, tan sólo a medias, que tal vez habría que ocuparse de ese diminuto ser casi desfallecido.
De buena gana quiso el padre haber degollado también a su hijo, mas ella, fruto de un singular capricho quiso apiadarse de él, siempre y cuando el vino no fuera un elemento más de sus fluidos. Ese era su verdadero dios; para ella y para él, extasiados en un subconsciente macabro sin límites; abusando de su poder... mientras un niño que con los años crecía, en la misma habitación donde casi cinco años ha el mundo por primera vez había visto, contemplaba impasible el pasar del tiempo, rememorando que esa noche sería precisamente su año quinto.
No hubo juegos para él; tan sólo tareas por cumplir y un padre al que obedecer. Su cuarto sólo albergaba una habitación decorada con la misma función que antes había servido; sólo la cama contrastaba con la imagen de la sala de estar que antaño había sido. A su izquierda lucía una enorme ventana con vistas a la linde de un bosque de tilos; frente a su cama y encima de un mueble de color verde oscuro imitando al mármol, asomaban tres diminutos ventanucos que colindaban con el mismo borde del bosque. Sus árboles, esqueléticos y siniestros al son del frío, se mecían cantando una muy singular nana: la única nana que Andréi había oído.
Pocas mañanas por aquel lugar pasaban niños, mas sólo Andréi los podía ver desde su ventana, al tener el salir a la calle prohibido. No hubo escuela donde aprender, ni libros de cuentos para la mente entretener. Ciertamente su padre años después le enseñó a leer, pero sus libros no daban lecciones adecuadas para un niño: todos ellos hablaban de tipos diferentes y procedencia del vino; de cómo sacar partido a las cosechas; un libro de matemáticas le enseñaba a sumar y restar, para que en el futuro llevara las cuentas del negocio del padre, que tanto le había enriquecido.
Todo lo que con su altura podía limpiar, era entonces una tarea a realizar: de hecho, muchas veces lo castigaron por no crecer rápido, y así poder asignarle un nuevo cometido.
¡Pobre niño! Andréi nunca abrazó a sus padres; nunca lo había conseguido. Andréi nunca había conseguido soñar; el mundo angosto que le rodeaba lo había impedido.
Daniel Villanueva
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