domingo, 12 de diciembre de 2010

Quien juega con fuego...



Cual mortal daga, esta noche empuño con pavoroso escalofrío la pluma cuya tinta estos folios empañan ¡Cuán severo ha sido el Destino y cuánto es el terror que todas las noches me acompañan!

Permítanme presentarme antaño, como el rey de los escépticos y el amante de la racionalidad ilimitada; como el testigo de la actual ciencia y el profeta de lo que se descubrirá mañana. Sin duda alguna, siempre había considerado aquel don como una de mis principales virtudes; don que ni aún hoy desdeño, pese a que parte de él se ha evaporado. Pues éste fue aniquilado por un gran defecto, a menudo en un científico innato ¡Cuán curioso resulta ser el hombre, aún siendo ciego! La curiosidad, tan necesaria para formular preguntas y encontrar respuestas, puede llegar a ser tan peligrosa, que más que robarte la vida puede arruinártela de la más insospechada manera.

Así, absorto en mi absoluto y moral ateísmo, jamás dejé de sentar esa infantil curiosidad, aparentemente incongruente, de lo paranormal y esotérico. Casi asimilado como un juego de doble filo, frecuentemente acudía en busca de información y leyendas, con tal de complacer mis extrañas fantasías.

¿Serían ciertas las historias de fantasmas? Desde luego no me gustaba ejercer el rol de ciego: demasiados testimonios; demasiadas fotografías; demasiadas psicofonías ¿Cómo explicar tan incoherente fenómeno? ¿Formarían parte de una futura tesina sobre la energía viva? ¿Cómo desbaratar su relación con lo divino y lo verbal e irracionalmente impuesto?

Muchas veces atemorizado y otras muy intrigado, nunca me atreví a ejecutar un más profundo escarceo a aquel mundo oscuro y perverso. Mas los humanos, como tales que somos, llegamos a ser muy traviesos; tanto, que a menudo pagamos por los daños de nuestros propios desperfectos.

He aquí la historia de mi terrorífico San Benito; de mi inoportuno encuentro con el destino, o quizás… de mi inoportuna creencia de que todo puede burlarse, incluso lo desconocido.

Transcurría una cálida noche de verano por las calles de mi natal Sevilla, paseando en aquellos instantes junto al amor de mi vida. Recorriendo sus céntricas calles, algunas solitarias y otras muy concurridas, nos topamos con una zona ante sus ojos inédita, de los restos de la antigua muralla de Sevilla. Sin duda ella quedó fascinada, mas ésta se elevó justo en el instante en que empezamos a fantasear con la posibilidad de que algunas de sus torres, oscuras y abandonadas, se encontrara “ocupada” por algún espectro.

Pronto pasamos al capítulo de auténticas leyendas, más sin duda una de ellas me atrapó por ser tan importante como ante mis oídos desconocida. Descubrí las venturas y desventuras que acontecían en la calle de San Luis, especialmente apariciones y las desgracias de aquellos que perecieron allí.

Recapitulada la historia, sin duda le insistí a mi chica para acudir a la calle maldita, donde tras las incipientes realizaciones de unas obras, habían comenzado a ocurrir extraños sucesos. La respuesta fue tan contundente como inmediata; obvia e inocente sus labios manifestaron un claro “no” ¡Amor mío, si te hubiera hecho caso!

Pocos meses después, casi a finales de Septiembre, tras consultar todo tipo de información sobre “San Luis”, decidí aventurarme en solitario por la fantasmal calle en busca de algún extraño placer o de alguna simple respuesta. Había acompañado a su casa a mi pareja, y como acostumbrábamos, solíamos permanecer allí una o un par de horas hablando sobre nuestras cosas, sin importar el momento en que mis pasos se distanciaran por la acera. Cierto fue que nunca mis actos fueron premeditados, mas aquella noche en mitad de la madrugada, sin dudar, desvié mi camino a casa en Santa Aurelia, por una fugaz ruta en La Macarena.

Casi guiado por fuerzas etéreas, tras veinte minutos de marcha me hallé frente al famoso arco de la Macarena, cuya capilla se encontraba a escasos metros de aquella antigua puerta de la muralla de Sevilla. Siguiendo los pasos de aquel enorme portal, “San Luis” aguardaba solitaria y siniestra. Pasada la plaza del Pumarejo, mi primera visión inquietante fue el número 71 de aquella calle, con sus puertas y ventanas completamente selladas ¿Sería aquella casa perteneciente a algunos de aquellos vecinos, quienes sin dudar se quitaron la vida con tal de no ver tan terroríficos espectros? Al menos, eso contaba leyenda, y eso parecía, según el tétrico aspecto de la fachada, aparentemente sellada hace tiempo. Pasado un corto paseo, pronto me encontré con el epicentro de aquellas fantasmales apariciones; una vez dejado atrás el centro de artes escénicas y la propia capilla de San Luis, al fin surgió ante mis ojos aquel solar en obras de presencia inquieta.

La escasa iluminación de las calles y de aquel terreno hacía proyectar extrañas sombras hacia el vacío de la construcción, donde sólo se podía apreciar parte del esqueleto del futuro edificio. Por ningún lugar parecía haber rastro de vida; tan siquiera parecía que la garita de vigilancia se hallase aquella noche ocupada; en todo caso, de haber habitado alguien en aquella oficina prefabricada, sin duda se encontraba dormido, pues las luces se hallaban apagadas.
- ¿Hola? – pregunté a la nada. Tal vez sería un atisbo de prudencia o un intento de llamada al más allá. En todo caso, de haber sentido tan oscura presencia jamás me habría atrevido a dirigir una sola palabra y menos, a cometer lo que a día de hoy ha sido y probablemente será, la mayor locura de mi vida. Aprovechando la presencia de un viejo muro de altura aceptable, salte para alcanzar su borde con mis manos, que me ayudarían a impulsarme y a salvar tan cómoda barrera. Una vez alcanzado el propio solar, sin dudar, me acerqué sigilosamente a la rampa del sótano.

Citaban varios artículos, que allí mismo se encontró una antigua lápida romana con seis cuerpos, donde se alertaba que nadie osara a molestar la paz de aquel lugar, tan fúnebre y siniestro. Sin duda, alguien la había perturbado; y alguien… la estaba perturbando.

Descendiendo a un rincón completamente oscuro, no tenía más recurso lumínico que la propia luz de la pantalla del móvil. Todo eran sombras de las propias vigas de la construcción mas al cielo, el negro más absoluto de un techo de hormigón. En calma e inmóvil, las horas parecían haberse detenido en aquel lugar. Solo parecía acelerarse una única cosa: mi respiración. Algo parecía encontrarse justo a mi lado, cual extraña compañía ¿Mirar hacia atrás a la derecha? No, por Dios que no me atrevo. Paralizado por la auténtica sensación de pánico, traté de lograr el mayor grado de silencio, como si creyese que aquella presencia podría ignorarme, como un ciudadano a una perpetua estatua. Mas bien sabía que aquello, poco a poco, se acercaba hasta distancias milimétricamente apabullantes. Peor aún me sentí, cuando, en mitad del silencio, claramente oí un susurro que pronunciaba mi nombre.

Tan siquiera fui capaz de gritar; rompiendo aquella paralizante frigidez, rompí a correr hacia el lugar por donde había venido, mas nunca jamás por aquella calle volví a aparecer.

De nada sirvieron durante dos semanas las generosas dosis de valeriana que transitaban por mi garganta; me era completamente imposible dormir ¿Por qué se me habría ocurrido visitar lo prohibido? Para mayor condena, tras aquella noche jamás dejé de sentirme tan extrañamente incómodo; y lo peor de todo, es que aquella sensación, poco a poco… legó a más.

¿Alguna vez habéis sentido que no marcháis solo cuando así lo es? Bien: imaginen ese sentimiento al despertar, al marchar al baño o al intentar dormir. Al viajar en el metro y sentir que te roza un cuerpo extraño; al tratar de levantarte del autobús y notar que previamente, ese asiento vacío junto al tuyo también se ha descompensado, como lo hizo el de la señora robusta de enfrente al abandonar su plaza; al llenar un vaso de agua en tu cocina y notar en el vidrio una sombra negra, que al mirar atrás ha desaparecido. Conforme más creía que algo extraño estaba ocurriendo, más fenómenos aterradores inundaban mi vida, truncándola por completo.

Mi vida así, se volvió errante y solitaria, casi tratando de escapar a todo cuanto me era ajeno. Mas siempre era inútil; allá donde fuera, algo me acompañaba y me atormentaba sin remedio. Además, la enorme falta de sueño hacía bastante tiempo que estaba empezando a pasar factura y siempre… justo antes de dormir sucedía un extraño contratiempo.

Llegó el día 13 desde aquella primera aparición, donde aterrado escribo mientras observo la que será seguramente, mi última visión. A toda canallada siempre hay una fase de explosión y rebeldía; aquella que mandé a los infiernos en voz viva. Cansado de todo, recurrí a las últimas pastillas de la antaño inservible valeriana, para así conseguir dormir esta noche, que a punto está de llevarse mi vida. Presto, una vez llegada la oportuna y serena noche, traté de acostarme sereno, ignorando aquellas presencias y aquellas voces. Sin duda pensaba que tal vez ignorándolas… pensando que tal vez si no creía en ellas no podría verlo, éstas desaparecerían sin más y el problema sería resuelto ¡Así aventuraban muchos, cuando se refieren a la magia! Algo escéptico al principio, poco a poco me fui convenciendo de ello, pues parecía ser que estaba surtiendo efecto. Por fin, tras mucho tiempo, me estaba adentrando en el mundo de los sueños; en un profundo y muy placentero sueño donde todo era paz y armonía, y alegremente ignoraba lo que el ingrato destino en mi fugaz libro estaba escribiendo.

Serían las cuatro de la madrugada, en aquella noche donde me hallaba solo en casa, sin amparo de nadie que pudiese al menos contar aquello. Presto yacía tumbado de lado en mi cama, de espaldas a la ventana que a escasos centímetros refrescaba mi cuello. Fuera, la noche parecía tranquila y sonaban los grillos, más a lo lejos de vez en cuando, un perro. Mas de pronto, todo se convirtió en silencio. Alarmado, no tardé en advertir que algo se situaba justo ante mi espalda, y que, dado la proximidad de la cama con la ventana, si quisiera, podría alcanzarme sin remedio. La sangre se volvió escarcha fría; mis miembros, no tardaron en sentir un arduo hormigueo; la respiración a veces se cortaba, mas otras se aceleraba como si en pocos segundos hubiera recorrido cien metros.

Aún sin poder girarme para mirar, sabía que aquel ser me estaba viendo; que su mirada infernal, mi alma estaba oprimiendo. Tras, diez minutos de tensa espera, casi estaba convencido de que al menos, nada estaba haciendo: ni una palabra; ni un movimiento; únicamente su fulminante mirada, que tan siquiera sin mirarla la proseguía sintiendo. No obstante, pronto comenzaron los hechos: no había duda de que la mosquitera estaba crujiendo; que su base se movía, y tras apenas diez segundos de apnea y agonía, ésta se levanto, dejando así libertad de acción a aquel cuerpo. Oprimiendo mis ojos y todo mi cuerpo, proseguí esperando que tarde o temprano se marchase aquel espectro; mas la suerte estaba echada, y pronto sentí su cuerpo...

Tan solo fue necesario el tacto de su helada mano con mi espalda, para levantarme poseído por el terror más perverso. Fue entonces, cuando al levantarme de la cama, cubierto por un espeso sudor frío, pude observarle tras la reja de la ventana, con su largo brazo palpando las sábanas, tras haber abandonado mi espalda y mi cuello. Sus ojos, ardientes como la llama de un gran fuego, no cesaban de mirarme e iluminarme, mas pronto sus labios me confesaron, que aquella misma noche, marcharía con él al infierno.

Cierro por tanto estas páginas de mortal agonía, escondido en el baño mientras escucho sus pasos, no muy lejos; su respiración; sus golpes a la puerta; y ahora… su rostro en el espejo.

Quien juega con fuego…


Daniel Villanueva
12/12/10

Rescatado de un relato escrito en verano.