lunes, 4 de febrero de 2008

El Creador de Sueños (Capítulo 2) La Función

“– Pasen y vean, ancianos, degenerados, alcohólicos y mal pagados. Pronto comienza la función: ésta no es una obra de enamorados, sino la esencia del dolor en manos de dos diablos abrazados.

No se agolpen demasiado si no quieren adelantar la visión de la guadaña negra; si lo desean presto les podré ayudar, mas no obstante antes de sus almas sucumbir vean un milagro envuelto en maldad.”

Sillas, mesas y cuadros atendían la lección magistral. Andréi, muy crecido con sus recién estrenados veinte años, permanecía sentado en un taburete junto a la chimenea colocado. Absorto en su soledad, había ideado recrear lo que su padre siempre le había vetado: asistir a una representación teatral. Los muebles enmudecieron; las cortinas rasgaron sus vestiduras para su boca tapar. No había otro mundo; no había otro lugar...
La función había empezado, y la escena comenzaba con él mismo sentado, mirando fijamente un pequeño leño que portaba con su mano.

“– He aquí el árbol de la vida, y he aquí el milagro del fuego. Fuego del que mi cuerpo se regocija al recibir su calor en este tiempo invernal ¿Qué sería del hombre sin el fuego, mas qué sería del árbol sin el hombre? Densos bosques cubrirían la Tierra, y todo sería absoluta tranquilidad. No serían llama; no serían madera; no serían lanzas, sillas ni puertas.

He aquí el más trágico de todos los milagros: la esencia del hombre convertida en maldad. Yo mismo me doy asco, mas tú, insensato mueble, deberías pensar igual. He aquí el milagro de los muertos: lo vivo al fuego, a costa de los demás – exclamó Andréi arrojando el leño a la chimenea, el cual empezó con virulencia a crepitar – Polvo y cenizas: eso serás.

¿De qué sirven los sueños del necio, si en el averno morirá? ¿De qué sirve vivir si pronto ese fuego se extinguirá? Una pequeña llama se extingue con una llama superior; la ahoga estrepitosamente hasta por fin con ella acabar. Mi fuego se extinguirá con este fuego...

– ¡Mas eso no va a pasar! – irrumpió un coro de voces sin procedencia ni lugar.
– ¿Quién osa estropear mi obra de arte? ¿Quiénes vosotros, seres indignos, que mi vista no logra encontrar? ¿Quiénes sois? Dice el viento: no os responderá. Muy bien: ¡yo os maldigo por cobardía y maldad! – gritó enfurecido Andréi, no obstante interiormente acongojado. ¿De dónde procederían esas voces, si no había nadie más que él en su hogar?
– Más cobarde es quien habla del fuego, y no se atreve a él lanzar – replicaron nuevamente aquellas voces.
– No ansío mayor sufrimiento del que padezco ya – suspiró Andréi, colocándose de rodillas frente al taburete, mientras escudriñaba con sus oídos el ambiente, en busca de la verdadera procedencia de esas voces. Casi le parecía mentira, mas no conseguía ubicarlas en ningún lugar. Todas ellas procedían de diversas partes, mas al girar la cabeza, éstas le acompañaban sin variar su percepción auricular.
– Mírenle: vinculado a la nada; vacío como un árbol hueco.
– No calumniéis contra mi ya derruida alma. Dejad que sólo yo porte con esta carga para vosotros ajena.
– Pesada carga carente de contenido – ironizaron aquellas voces, las cuales irrumpieron en una sonora risa cargada de extraños ecos, los cuales fueron volatilizándose hasta desaparecer al final.
– ¡Fuera todos, allá donde estéis! ¡Fuera de mi hogar, donde todo es olvido! Si tenéis voz es que existe carne por quemar ¡Marchaos ahora mismo! ¡Qué osadía! ¡En mi casa entrar! Parece que ya se han ido– dijo Andréi intentando agudizar la percepción de sus oídos, dejando pasar un breve pero tenso periodo de tiempo en absoluto silencio– Los maldigo a todos. Ojalá no vuelvan más.
– ¡Volverán! – susurró con una voz ronca un extraño presagio.”

Por un momento la duda de lo que estaba allí ocurriendo se transformó en miedo ¿Qué podía hacer? ¿Escapar? Fuera, la nieve con violencia azotaba la casa con el transcurrir de aquel temporal invernal. Sus padres tardarían varios días en regresar de su viaje de negocios, marchando como itinerantes de función en función teatral. Máxime con aquellas copiosas nevadas, que los retrasaría aún más.

Finalmente presto marchó a su habitación, donde se encerró para no dejar las voces pasar. Más allá de las ventanas, los tilos se mecían al son de un viento que había cesado de portar nieve; la madera de la casa de vez en cuando crujía, y las ventanas emanaban un frío espectral que rápidamente se disipaba por la sala, caldeada por una pequeña estufa de carbón.

Los minutos pasaban, y el sueño al fin hizo aparición; no obstante todo era confuso: jamás hubo imágenes; jamás hubo recuerdos... únicamente una extraña sensación de vacío, como si en su mente existiera cierto bloqueo o algún extraño hueco. Cuán incómodos eran los despertares; ojalá no fuera así el sueño eterno.


Daniel Villanueva