lunes, 29 de octubre de 2012

The Second Exploration. Capítulo IV. Cara y cruz



Una tímida muchacha de ojos llorosos se encontraba en escena, una vez se había abierto el telón. Sus paulatinos gemidos eran el único sonido presente en la sala, a excepción de los tradicionales carraspeos y toses del público. Con gran destreza, aquella actriz bien entrenada estaba consiguiendo estrechar los nudos del tiempo, cubriendo así de grises nubes la atmósfera del teatro, el cual lo había dejado casi sin respiración. Todos parecían contener el poco aire fresco que parecía retenerse en sus pulmones, mientras fuera, la vida parecía agonizar frente a semejante silencio. Finalmente, justo cuando todo estaba a punto de venirse abajo, aquella joven de cabellos desgarbados comenzó a gritar de un modo aterrador.
Le siguió un llanto desesperado; prolongado, casi como aquellos minutos de incómodo silencio. Por último… un célebre monólogo a continuación.
– ¿En serio vas a ver la obra? – me interrumpió el doctor – ¿Cuántas veces habrás contemplado esta misma escena? ¡Por favor!
– ¿Cómo se le ocurre hablar en este momento? – le respondí seriamente – ¿tan pronto se ha aburrido? Y… por favor – pronuncié, pretendiendo dotarle a mis palabras un distinguido acento – procure susurrar mucho más bajo.
– ¿Quiere que le pague el asiento que ocupo? Es eso ¿verdad? – preguntó inicuamente, clavando su mirada en mis ojos.
– Si no le interesa la función márchese – exclamé, sin abandonar jamás al susurro.
– ¿Qué es lo que más le gusta observar? ¿El mensaje que ocultó en ella? ¿O acaso disfruta juzgando a sus actores por lo bien o mal que han transmitido lo que deseas?
– ¿Conoce el significado de la palabra respeto?
– Lo suficiente como para saber que todos lo hemos vulnerado – su sentencia casi me había arrebatado todo pensamiento; sin duda ese era su objetivo en aquel mismo instante – Aún así no se preocupe, pues comprendo su frustración ¿Quién en su sano juicio aceptaría semejante chantaje, por parte de un doctor? Un chantaje como éste ¡Y encima, sin tan siquiera esforzarme en guardar la compostura y la educación ¿Cree que otro paciente consentiría semejante intromisión en su vida? – ¿Eran imaginaciones mías, o el psicólogo parecía estar cavando su propia tumba? – Sin embargo usted ha conseguido soportarme, y por ello le felicito.
– No me importan sus excusas – apelé – No voy a ganar mucho más dinero por un miserable asiento, pero…
– Lo mínimo que exige es respeto ¿No es cierto?
– Así es – afirmé – No por mí…
– Sino por el público, naturalmente. Ahora volvamos al asunto de antes – continuó, obviando por completo mis peticiones y envolviendo sus palabras con cierto halo de misterio – ¿Qué es aquello en lo que más detalle atiendo?
– Si piensa que los artistas seríamos ricos si cotizara el ego, no sería quién para negarlo ¿Quería que lo admitiese? Hecho.
– ¡Bobadas! ¿Quién no ha ordenado y limpiado su casa, y tras un duro esfuerzo se ha parado a observarla largo tiempo, por el mero modo de disfrutar y saber cuán bien lo ha hecho? Usted no padece de egolatría; mas si así fuera, no es un caso grave.
– Sinceramente, no le entiendo – dije exasperado.
– Eso es porque así lo deseo – aclaró el doctor, mostrando un gesto altivo y risueño – No se preocupe: ya sabes que me encanta bromear. Como esa pareja joven de ahí al lado – comentó, señalando con el dedo a dos enamorados, situados en el gallinero del teatro.
– Desde luego es usted muy eficiente – dije – No sólo tiene capacidad para irrumpir en el desarrollo de una obra, sino también para fisgonear y expiar, allende donde sus ojos se posan.
– En esta vida hay que estar preparado para todo – respondió sarcásticamente – ¡Y ahora déjese de monsergas! ¿Quiere asistir a una función paralela? – preguntó muy animoso.
– ¿Qué dice? – exclamé, casi elevando la voz por encima del susurro, conduciéndome a sentir el peso de las miradas del público de alrededor.
– Le prometo volver asistir a un segundo o tercer pase, esta vez a costa de mi bolsillo.
– No puedo levantarme ahora ¿Qué podrían pensar todos los que nos rodean?
– No es necesario que se levante ¿Cómo podría pedirle semejante cosa? – Comentó divertido – Son el propio público los actores de esta obra paralela ¿De veras no se ha detenido alguna vez para observarles?
– No demasiado ¡Por qué he de entrometerme en sus vidas? – repuse, casi indignado.
– ¿Acaso no le apetece conocer qué opinan verdaderamente de su obra? – De una manera u otra, mis ojos fueron sinceros con mi “mefistólico” compañero. Todo artista soñamos, no sólo con el aforo completo, sino con el beneplácito y la euforia del público… por muchas corazas de humildad que vistamos – Su silencio otorga – exclamó divertido, mientras trataba de disimular su inicua carcajada – ¿Por quién empezamos?
– El dueño del teatro – dije, señalando a su figura, hallada de pie, tras el acceso a uno de los palcos.
– ¡Vaya! Un hombre muy discreto, pero elegante – por un momento parecía duda – ¡Demasiado viejo! Ése ya no entiende de este tipo de emociones ¿Cuántas representaciones habrá visto a lo largo de tantos y tantos años? Su postura le delata.
– ¿Qué postura? – pregunté intrigado.
– ¿No lo ve? Se encuentra tan recostado sobre la pared, que casi parece que la sujeta, por temor a que ésta se venga abajo.
– ¿No será que se encuentra cansado?
– Puede – afirmó – pero su mirada indiferente; su cruce de brazos, con la palma de su mano sujetando cual pilar su barbilla. Es muy mal ejemplo. A estas alturas de su vida lo único que ven sus ojos es la ocupación del aforo – Aunque dudaba del escrutinio del psicólogo, no debió hallarse muy desencaminado; segundos después, aquel anciano de postura cansada, acabó dándose la vuelta y desapareciendo por los vomitorios – En efecto no es válido ¿No le interesa su compañía de la izquierda? – Nuevamente llegué a sentirme ruborizado; del mismo modo, aquel caballero al cual habían acusado – Muchas gracias, si es tan amable – A lo cual, aquel señor vestido de ocasión con un distinguido esmoquin, sólo respondió con un improvisado carraspeo, más un insultante y burdo interés por lo ocurría en aquellos instantes en el escenario.
– Por todos los demonios ¿No podría ser un poco más discreto? – reproché al doctor.
– No me gustan las intromisiones; ni dentro, ni fuera del despacho. Claro que ahora me preguntará por qué tanto amo abrir ventanas ajenas, cuando pretendo mantener las mías tintadas y selladas.
– Suena egoísta si no le ofende – juzgué.
– Dejémoslo tan sólo en una mezcla entre profesionalidad y capricho ¿Quién desearía estudiar psicología si no se interesa en absoluto por la psiquis de otras personas? ¿Y qué clase de profesional sería, haciendo públicas las vidas de aquellos cuya llave personal me han confiado? – Aquellas palabras condujeron a un extraño periodo de reflexión y meditación, el cual, no tardó demasiado en expirar – ¿Por dónde íbamos? ¡Ah! Sí… la muchacha de rojo – Continuó con su particular chanza.
– ¿Qué dice? – Exclamé aún más ruborizado.
– No es necesario que lo pretenda ocultar – respondió con una incontestable ofensiva – Se atraen mutuamente ¡Y es más! Ambos lo sabéis.
– No sé de qué ni de quién me está hablando.
– El qué no es necesario que lo confirme; el quién… creo que no es necesario divagar mucho acerca de ello ¿No cree? – Sus cejas arqueadas, por un instante, parecieron tan elevadas como un singular arco del triunfo, el cual, jamás se iba a derribar – Es una pena, no obstante, que ella le aplauda tanto. Apuesto a que alguien más crítico podría aportarle más.
– ¿Podemos hablar de otra persona? – advertí en un tono muy serio.
– Como desees – asintió, cual conquistador de máscara compasiva – Ya que no gusta de mis puntualizaciones, podemos hablar de generalidades ¡Desde luego tenemos un resultado muy discutido!
– Por un lado, no es que vete su indagación sobre personas concretas; tan sólo le pido mayor discreción. Y por el otro…
– De acuerdo ¿Quién es su elegido? ¿Comenzamos por la alta alcurnia? Así es como ellos desearían – finalizó, elevando su ceja, cual célebre humorista.
– Le estaba diciendo que, por el otro lado ¿a qué se refiere, cuando dice que el resultado se encuentra muy discutido? Pero, ya que imagino que nuevamente volverá a ofrecerme esquivas verbales, dígame qué piensa del conde de Beaumont – le expliqué – Nunca se ha perdido una función, o incluso ha mediado en algunas negociaciones para que se estrenaran varias de éstas.
– Veo que desea oír lo que sus oídos ansían. Es normal, pues en parte eso es lo que querríamos todos ¡No me mire así! En esta ocasión no seré esquivo, mas si deseas encontrar la respuesta correcta, debemos dar un pequeño rodeo si esto no le molesta – Respondió el psicólogo, mostrando ciertos tintes de soberbia – Tal y como predicen mis ojos… vamos a ver… usted y yo coincidimos en lo que acaba de decir: su hombre del “bello monte” es el perfecto mediador ¿O quizás sería más sabio llamarlo intermediario? Si en vez de mortal fuese una construcción, nunca pondría en duda su gran utilidad como acueducto.
– ¿Qué dice? – pregunté perplejo.
– ¿Sería la palabra “artilugio” o “articulación” la más adecuada? – Continuó elucubrando – Es obvio, con esos ojos tan abiertos, cual pobre hipnotizado; cual inocente embrujado. Con ese rostro inclinado hacia la derecha y su mano sujetando la mejilla, cual pilar que sostiene una inmensa catedral. Todo es sinónimo de que verdaderamente el conde se halla mitad horrorizado, mitad desesperado.
– ¿Acaso es eso un rodeo? – pronuncié cual triste suspiro, tras semejante impacto.
– Para nada; el rodeo comienza ahora – subrayó – Pues como dijimos, su hombre es el perfecto mediador; la perfecta marioneta; el perfecto caballero; el perfecto...
– ¿El perfecto qué? – inquirí, tras impacientarme con su silencio.
– Si las miradas fuesen disparos, tan sólo bastaría una persona para que usted yaciera en este mismo asiento completamente desangrado – Con súbito horror, el rodeo que su compañero tanto describía, estaba cobrando gran sentido. Tras la enorme curva que describía la barriga del conde, un pomposo traje parecía embalar un ilustre pero muy demacrado cadáver. Con gran esfuerzo, los ojos de la condesa parecían hacer todo lo posible con tal de atravesar sus escarpados párpados; con tal de alcanzarme con su sutil, pero desmesurada lascivia – No todas las admiradoras son como deseamos ¿verdad? – añadió el doctor, disfrutando cual chiquillo con su particular juego – ¡Cuán afortunado eres! Por suerte la admiración no implica contacto; ni sus ocultas fantasías una realidad.
– Cara y cruz – sentencié.
– ¿Qué artista no desearía correr semejante suerte? Su hombre es el perfecto mecenas; títere y pelele, pero a su beneficio al fin y al cabo.
– Comienzo a detestar tu sabiduría.
– Y yo a amar tu sinceridad – respondió, mostrando un verdadero gesto de aprobación – ¿Seguimos?
– Miedo me das.
Uno a uno; de grupo en grupo algunas veces, aquel aparente maestro de la mente y del lenguaje más oculto, fue describiendo con mayor o menor detalle, todo cuanto mi conocimiento reclamaba ¿Quizás quiso mostrarme lo que él quería? Seguramente.
Con el avance de las agujas del tiempo, finalmente estas nos posicionaron en el final de la función. No sólo la que el escenario ofrecía, sino la que el público representaba. Antes y después; durante y tras el cierre del telón… aquellos entes, casi intervenidos por una mano divina, actuaron tal cual el doctor había descrito ¿Existe un guión? ¿O resultamos ser libros ignorados, que ingenuamente creemos poseer un código secreto e incomprendido? – Cara y cruz – pensé nuevamente.


Daniel Villanueva
24/10/12