jueves, 24 de mayo de 2012

The Second Exploration. Capítulo I. El "yo" de cristal.

Desperté, como una mañana más, sobresaltado frente a aquel terrible sueño. Jadeante y con cierto sudor en la frente, poco a poco trataba de evadirme de aquellos turbios pensamientos, producidos en mi inicuo subconsciente – Maldita sea – murmuré - ¿terminará esto algún día? – Cansado, tras la onírica batalla, presto liberé mi cuerpo de las garras de la cálida cama, levantándome y dirigiendo la vista hacia la ventana.

Un día más, una extraña bruma envolvía las grises calles de París, tornando la atmósfera de cierto color amarillento, pese a la ausencia del astro. Cuánto amaba madrugar, y así ver despertar la propia ciudad de las luces; sin embargo, esta vez había sido ella quien me había vislumbrado a mí – Las once de la mañana – suspiré - ¡Cuánto tiempo malgastado! – traté de increparme. Aunque quedaba tiempo para la cita a la que debía asistir, de un modo u otro, tenía la impalatable sensación de que podría haber muchas cosas, antes de aquel momento. Sin embargo, la enorme baraja vital sólo se reducía a un simple desayuno, una sabia elección de armario y una sentida marcha. A pesar de todo, el descanso por fin vino a llamarme a la puerta, tras una semana de duro trabajo – Lástima que también tenga que ser laboral este Sábado – exclamé, mientras ajustaba correctamente el lazo que decoraba mi camisa.

Situado frente al espejo, el tiempo casi pareció detenerse; o más bien pudo ser todo lo contrario. Como aquel que hace mucho que no ve a un viejo amigo y al fin coinciden, pronto mis ojos descubrieron a aquel que me observaba a través del espejo - ¡Cuánto has envejecido! – le dije, casi faltándole el respeto; él sin embargo sólo se detuvo a observarme, respondiendo cruelmente con su frío silencio. Muy a nuestro pesar, las arenas del tiempo habían logrado desgastar tan antaño lustrosos rostros y cuerpos. Aquellos que habían acumulado en sus ojeras grandiosas batallas. La tez, antaño lisa, ahora se antojaba plegada, cual folio rechazado por el artista – Mira lo que has sido y lo que eres – pensamos.
Tras cinco minutos de eterno varamiento, ambos parecimos darnos cuenta de cuán efímero resultaba ser el tiempo. Y lo más importante: cuán poco tiempo faltaba para la inminente cita. Tomando a mi siempre fiel chaqueta de negocios, presto partí a pié, rumbo al destino, donde me encontraría con ese alguien, quien al parecer, pretendía ofrecerme una oferta ¿Qué traería entre manos? ¿Será convincente? Tras unos meses de contratos poco alentadores, me moría de deseos por conseguir un acuerdo con un teatro importante. Y es que, hasta aquellos días, todo había parecido marchar bien en el mundo del espectáculo, como autor de obras y director de teatro.
Con una compañía bien entrenada, lo único que un veterano artista podía esperar, eran elogios y aplausos. Aún así, todo aquel gran esplendor se había venido abajo en un abrir y cerrar de ojos. Los años veinte habían sido los tiempos de la lujuria y del despilfarro; tanto, que los bolsillos del pueblo pronto dejaron de sentirse pesados. Suerte había tenido de vivir aquella época siendo anciano; o así me veía en el espejo. Mientras unos gastaban treinta, yo al menos gastaba quince, aunque lo ideal habría sido sólo consumir cinco. Esa era la suma que más se escuchaba por las calles y pasillos; las mismas que antaño relucieron brillantes y exuberantes; aquellas que ahora se habían transformado en un gris incomprendido.
Detuve mis pies en “La maison du Café”, lugar donde faltaban dos minutos para el momento del encuentro. Sin embargo, a juzgar por el caballero que me estaba saludando a través del escaparate, parecía que el supuesto empresario se había adelantado al momento – Muy impropio de ellos – murmuré.
Justo al entrar en la cafetería pude advertir con mayor claridad sus rasgos y su vestimenta: pese a su avanzada edad, no parecía poseer una vejez muy común a la de cualquiera ¿Cómo es posible explicar semejante circunstancia? Ni idea. Lo cierto era que aquel señor parecía portar consigo todo un elenco de contradicciones, tanto a la hora de actuar y de moverse, como por sus atuendos.

- Muy buenos días – me dijo, dándome la mano mientras se levantaba levemente de su asiento, en señal de cortesía.
- Buenas tardes, mejor dicho – bromeé con él, mientras terminaba de ofrecerle mi mano y ambos tomábamos asiento.
- ¿Acaso el día ha dejado de serlo? – contestó, sin saber precisar si se había sentido incómodo por mi respuesta, o en cambio, me había pagado en divisa de humor mi primera frase.
- Disculpe mi malgastado humor – alegué, tratando de aliviar posibles asperezas.
- No se preocupe – respondió sonriente – creo que ambos nos hemos entendido.
- Lo sé, pero nunca se sabe…
- Y aparte soy su futuro contratista ¿verdad? – fuera humor o no, aquella interrupción me había puesto los pelos de punta ¿Por qué se me habría ocurrido desencadenar tan peligrosa ruleta rusa? – Tranquilo, no muestre esa cara; no hay razones para inquietarse.
- Gracias – suspiré – hablando de rostro ¿Nos hemos conocido antes? – pregunté muy interesado.
- ¿Qué le hace pensar eso? – respondió, aparentemente más divertido que interesado.
- No sabría decirlo – espeté – Lo cierto es que todo indica que no nos conocemos de nada, mas juraría que… hace mucho tiempo, y quizás por eso no llego a acordarme – proseguía conjeturando, mientras él me observaba sonriente, mas con atención – es posible que usted y yo coincidiéramos y entabláramos una conversación.
- Todo es posible, menos que llegáramos a conocernos ¿No cree que si hubiera sido así esta conversación nunca habría sucedido? - ¿Por qué tenía la sensación de que cada vez que se prolongaba la conversación, me sentía más y más ridículo? Lo que no cabía duda alguna es que aquella aparente reunión de negocios estaba resultando completamente inusual – Es más – añadió el contratista - ¿Acaso sabe quién es usted? – Menuda obviedad… o eso pensaba en un primer momento. No obstante, aquella pregunta vino a impactar en mi pecho, cual dardo envenenado.
- ¿Desean algo los señores? – preguntó el camarero, cual anestesia para mi mente.
- Creo que vana a ser dos cafés, si no me equivoco – dijo mi acompañante, mientras yo asentía.
- Que sea manchado – añadí, mientras el camarero anotaba las debidas correcciones y se alejaba, presto a la barra del bar – Desde luego es usted alguien muy singular – le dije al empresario – Tanto, que llevamos dos minutos hablando sin apenas haber realizado las pertinentes presentaciones y sin haber entrado en materia.
- Sin embargo eso le divierte – me respondió, con una cordial sonrisa – Sin duda alguna los mejores negocios no son los más remunerados, sino aquellos en los que más empalizamos. Y diablos ¿No es por eso que usted se introdujo en el mundo del teatro?
- Así es – afirmé, mientras ambos reíamos y el camarero se aproximaba con una bandeja y los dos cafés – Lo cierto es que… - paré, para poder tomar mi primer trago de café – es divertido, pero a la intrigante – proseguí, mientras él asentía y a la vez bebía - ¿Qué es lo que trae entre manos?
- ¿Qué es lo que usted espera de mí? – preguntó, dejándome absolutamente perplejo.
- Es usted todo un mar de preguntas: me resultó familiar su rostro, pero no me facilitó el recuerdo; preguntó incluso mi nombre, mas ni siquiera ha mostrado interés en ello; me cita para un negocio ¿pero cual? – le expuse.
- Somos teatro – respondió – De eso no hay duda – “Usted está loco”, pensé – Mas ¿cómo conocernos si n sabe quién soy? ¿Cómo exponer un negocio, si antes no nos hemos presentado? ¿Cómo vamos a presentarnos, si usted no me ha dicho su nombre?
- ¿Acaso no me ha citado? – exclamé, justo antes de empezar a palidecer y adentrarme en un mundo de angustia y terror - ¡Dios mío! - exhalé, sin reparo alguno ante su presencia. Su mirada, la del camarero en la barra; la de todos los presentes en la cafetería; los muebles y las sillas… todos, parecían clavar sus ojos en mi empequeñecida presencia – Lo siento muchísimo – dije, con la voz temblorosa – Creo que tengo que marcharme.
- Disculpas aceptadas – contestó, con una extraña sonrisa inicua y a la vez piadosa. Sin mediar más palabras, rápidamente me dirigí hacia la barra del bar, donde deposité el dinero que cubría ambos cafés – Quédese con el cambio – le indiqué al camarero – Por cierto: creo que debe revisar el reloj – refiriéndome a uno viejo de pared, con la madera muy gastada – Lo he estado observando todo este tiempo y se halla estropeado – Pese a no encontrarse el camarero de acuerdo, no dejé lugar ni tiempo para mantener aquella conversación. Máxime, cuando el mundo se me había venido abajo, tras advertir un enorme problema: sin saber cómo, la pregunta más sencilla jamás formulada se había transformado en una ecuación compleja ¿Cuál era mi nombre? ¿Por qué no recordaba tan familiares letras?


Daniel Villanueva
07/03/12