lunes, 26 de agosto de 2013

The Second Exploration. Capítulo VII. Desnudos (Segundo cabo)


 Al igual que el Maître, Marié también soñaba con el escenario; seguramente con mayor nitidez que el propio y laureado anciano. Todo había comenzado hacía muchos años, cuando ella no era más que una niña de siete años.

 “Era una mañana dominical de temprana primavera. Mis ansias de jugar me habían llevado a escapar veloz de casa; un rincón muy humilde y perdido en los suburbios más pobres de París. Cada día de vida allí contaba como un logro para muchos. No había día de descanso en aquellas calles, por mucho que lo desaprobaran los clérigos católicos más ciegos y anquilosados en sus absurdas patrañas ¿Sería porque sus cepillos nunca se llenaban lo suficiente? ¿Sería porque aún demandaban más sus grasientas barrigas? ¡Cuánto reprochaban en sus fastuosos y dorados templos la falta de humanidad y de decencia! La falta de honradez y solidaridad allá, donde todo era pobreza.

 Precisamente, tras abandonar los callejones donde los dependientes de muchas tiendas regalaban los alimentos que corrían el riesgo de estropearse y no habían sido vendidos, a punto estaba de alcanzar el parque, donde muchos días me reunía con mis amigos. Terminando de masticar el último bocado de manzana, pasé precisamente por la puerta del parque que estaba custodiada a su lado por una antigua iglesia de piedra. Sin saber por qué, aquel edificio me pareció más gris que nunca, mas sin prestarle demasiada atención, lo dejé a mis espaldas y me encaminé hacia mi árbol favorito, desde donde avisté a mis amigos. Salí corriendo alegremente hacia ellos, mas al llegar, pronto me percaté de que todos se encontraban alicaídos.

 – ¿Qué sucede? – pregunté intrigada.
 – Se trata de Piére – respondieron.
 – No ha venido al igual que otros ¿no es así? – agregué vehementemente, siendo consciente de que no todos los días acudíamos la totalidad del grupo, por muy diversas razones.
 – Sí venía con nosotros, pero se encuentra en la iglesia.
 – ¿La iglesia? – exclamé muy extrañada.
 – Marié: hoy Piére se encontraba especialmente pálido – explicó Jacques, con su peculiar voz de niño valiente y aventurero – Me contó que hacía dos días que no había comida en su casa, y que por desgracia habían llegado tarde a los callejones.
 – ¿Y bien? – repliqué impaciente.
 – Piére siempre había tenido muy buen olfato: especialmente para reconocer alimentos a gran distancia. Íbamos a entrar en el parque, cuando él se quedó completamente paralizado; no era la primera vez que atravesaba la puerta del parque y reconocía tan agradable aroma, mas esta mañana no pudo reprimirse más.
 – ¿Qué hizo?
 – Junto a la iglesia, se encuentra adosada la morada del padre Christophe. Piére sabía que el olor procedía de aquel lugar. Sin pensarlo, presto se dirigió al muro de la vivienda, que igualmente colindaba con el parque, más todos le seguimos. Lo que antes era inapreciable para el resto de nosotros, en aquel instante fue perceptible por todos; incluso para el más acatarrado. Semejante aroma a queso curado, especies y a chorizo, eran una esencia irresistible y todo partía de una grieta existente en el muro, cual pequeño resquicio.
 – Piére dijo que tenía que llegar a esa sala y que tenía sospechas de cómo hacerlo, pasando completamente desapercibido – continuó con la historia Antoine, que era otro crío – Dijo que una opción temeraria era entrando por la puerta de la iglesia. Todos conocíamos sus tradicionales siestas en el confesionario, pero ¿y si despertaba? Teniendo en cuenta aquello, todos parecimos desistir a semejante tentación, mas Piére conocía la otra solución.
 – Yo mismo la descubrí con Piére, un día que jugábamos al escondite – retomó la historia Jacques, quien no quería perder el protagonismo – Dentro del parque, a unos siete metros del muro de la casa y de la iglesia, existe un gran árbol envuelto, cual falda, por un espeso matorral. Éste no fue plantado al azar, pues bien pudimos comprobar que éste esconde un pasadizo.
 – ¿Un pasadizo? – grité, bañando mi alma en un manantial de emoción.
 – Así es – dijeron todos – Y conduce tanto a la casa como a la iglesia del padre Christophe.
 – Cuando jugábamos, nunca nos atrevimos a avanzar más allá de la puerta del túnel, pero hoy Piére sí lo hizo – dijo Jacques.
 – ¿Entró sólo? – pregunté.
 – No – sentenció Antoine – Fuimos todos con él. Nos mordía la curiosidad por entrar en aquel rincón secreto, y también nos mordía el hambre. Aquel olor a abundancia era capaz de fulminar a cualquiera.
 – Al principio todo era muy oscuro y frío, pero no tardamos en descubrir una escalera de madera y una trampilla, más otro pasillo – prosiguió Jacques – Todos estábamos entusiasmados con semejante aventura. Primero exploramos el segundo pasillo y así descubrimos la existencia de una segunda trampilla: una para la casa y otra para la iglesia.
 – ¿Os descubrió Christophe? – pregunté angustiada. Todos los niños se miraron con tristeza.
 – El cura se encontraba dando misa en aquel instante. Casi nos descubre al abrir la trampilla de la iglesia, ya que al levantarla, ésta se encontraba tras el altar y en frente, sus pies, dirigidos a la mesa.
 – Un sólo paso atrás para mantener el equilibrio y realmente lo habría perdido. No fue así y cerramos la trampilla con muchísimo cuidado. Sin duda, aquel era el mejor momento para entrar en la casa.
 – Al abrir la otra, no tardamos en descubrir la puerta de la despensa gracias al olfato de Piére.
 – ¡Una despensa enorme y repleta de comida! – decían unos.
 – Nunca he visto un lugar así – dijeron todos – comimos como si la vida se nos fuera en ello…
 – Pero perdimos la noción del tiempo – lamentó Jacques – Y el padre Christophe nos descubrió ¡Jamás he oído a alguien blasfemar tanto!
 – ¿Blasfemar? – preguntó un niño sin entender.
 – Insultar – aclaré – Sigue Jacques.
 – El final lo puedes imaginar – dijo triste – Todos pudimos escapar menos Piére, que en el último suspiro fue atrapado por el cura – Jacques agachó la cabeza – Desde entonces no le hemos visto.
 – Seguramente sigue castigado dentro – añadió Antoine.
 – Eso me preocupa – exclamó Marié – ¿Y si entramos a buscarle?
 – ¿Y qué será de nosotros si Christophe nos alcanza? – gritó Antoine asustado.
 – Él es uno; nosotros somos más – afirmé – Rescatemos a Piére; él sólo entró allí por hambre ¡No es justo! – aquellas palabras, propias de una revolución, nos dieron fuerzas a todos. Al adentrarnos en aquel pasillo húmedo y tenebroso, no había temor fluyendo por nuestras venas, sino adrenalina e ira, en pos de una sed de justicia recién descubierta.

 Sigilosos pero decididos, ascendimos por la trampilla de la casa, la cual comunicaba con el pasillo central de la vivienda. A nuestras espaldas se encontraba la puerta de la despensa medio abierta, y frente a nosotros, la silueta de una sombra siniestra reflejada en otra puerta ¿Adonde llevaba? Todavía no lo conocíamos. Sólo yo fui quien decidió iniciar los primeros pasos hacia aquella habitación, cuya puerta blanquecina se encontraba sólo un palmo abierta. Cuán terribles sonaban los gritos y los llantos de Piére, al parecer apagados por lo que podría ser una mordaza.

 Antoine y unos cuantos por un momento, habían parecido ignorar la llamada de auxilio; sin pedir siquiera permiso, volvieron a entrar nuevamente en la despensa para tomar y arrojar cuantos alimentos pudieron por la trampilla, antes de que se desataran los nuevos acontecimientos.

 Fue Jacques el primero en advertir mi rostro petrificado, tras contemplar por vez primera lo que de verdad en aquella habitación estaba sucediendo: frente a mis ojos, pude ver la viva imagen de un demonio torturador; un diablo enmascarado cuyas manos hacía mucho tiempo que se mancharon, siendo en este caso la sangre de Piére la última mota de un pasado posiblemente aún peor.

 Amordazado con su propia camisa y maniatado en la cama del padre con varias tiras de esparto, Piére no paraba de sangrar por la espalda, tras la tremenda paliza que había sufrido con una vara de madera, que aún portaba el sacerdote en la mano. Al parecer, Christophe se estaba dando un descanso, para seguir instantes después fustigándolo. Por suerte no fue así.

 – ¡Aparta Marié! – gritó Jacques, justo antes de lanzar al cura una silla, directa a su cabeza. Apenas tuve tiempo para reaccionar; por suerte Christophe tuvo muchísimo menos tiempo. Tras recibir el impacto de la silla de hierro y madera en su espalda y en la cabeza, no pudo evitar caer de rodillas al suelo y gritar con terrible fiereza. Un segundo impacto de un crucifijo de bronce en la frente lo dejó completamente tumbado en el suelo, aturdido y preso del dolor. Sin duda aquel era el momento de liberar a Piére.

 Me levanté también del suelo con gran presteza, para acercarme a la cama y desanudar los cabos del desgarrador y pestilente esparto con el que el chico había sido atado.

 – ¡Demonios! – gritó el sacerdote, completamente fuera de sí – ¡Marchad todos al infierno! – continuó gritando, mientras a duras penas trataba de incorporarse. Piére y yo corrimos hacia la trampilla, pero ésta se encontraba ocupada por varios niños, quienes tras destrozar parte del mobiliario de la casa, se encontraban escapando por ella. Fue por ello que finalmente decidimos huir por la propia puerta principal de la iglesia.

 Todos habíamos escapado a salvo. Incluído Jacques, quien se atrevió a plantarle cara al párroco por más tiempo, arrojándole todos los objetos que encontró a su paso, antes de desaparecer por la trampilla.”


 – ¿Qué tiene que ver aquello con el teatro? – le pregunté a Marié, quien, sentada desde la mesa de su camerino, terminaba de eliminar las lágrimas que cubrían su rostro tras narrar aquella historia.
 – Llevamos a Piére con urgencia a casa de sus padres, donde su madre lo vio con gran preocupación. Cuán duro es escuchar el llanto de las madres cuando la sombra de la muerte sobrevolaba cerca de sus hijos. El pequeño de ocho años estaba realmente exhausto y con la mirada perdida. Rápidamente lo llevamos a su humilde habitación para acomodarlo y curarlo. Josephine, su madre, presta había traído un cuenco con agua limpia y unos paños, con tal de limpiarle todas las heridas que dibujaban su espalda ¡Cuán cruel había sido el párroco! – exclamó Marié, rompiendo de nuevo a llorar – Recuerdo muy bien con qué fuerza me agarró él la mano, como si fuera el único sustento que le aferraba a la vida ¡Pocas veces vi a alguien tan cerca del precipicio!

 “Una hora después, su madre y yo al fin terminamos con las curas de su demacrada espalda. Las vendas que una vecina nos había proporcionado altruistamente le habían envuelto como si llevara una camisa.

 – Muchas gracias Marié – me dijo Piére, susurrando.
 – De nada – respondí, lanzándole una escueta sonrisa de complicidad. Fue entonces cuando liberó mi mano, para dirigirla hacia mi rostro y regalarme una caricia. Su madre por aquel momento se había ausentado para atender a la puerta de la casa, donde estaban llamando. Segundos después, todos los niños del parque habían acudido en masa para darle ánimos al pobre muchacho. También trajeron consigo parte del botín sustraído de aquella maldita despensa. El hambre nos azotaba a todos, pero más grande era nuestro amor por un amigo.

 Cercana la hora del almuerzo, todos se marcharon a sus respectivos hogares. Yo también estaba a punto de marcharme, cuando, tras besarle cariñosamente en la mejilla, noté cómo Piére dirigió su mano hacia el bolsillo de su pantalón.
 – Toma – me dijo, mostrando un papel.
 – ¿Qué es eso? – pregunté intrigada.
 – Es un regalo. Siento decir que me lo encontré en la casa del padre Christophe – contestó – Pero tú mereces más que él asistir y disfrutar esta noche del teatro. Es una pena que sólo tenga una entrada, mas en estas condiciones no creo que pudiera acompañarte.
 – ¿Te gusta el teatro? – le pregunté.
 – Mucho ¡Es algo maravilloso! Espero poder ir pronto contigo.
 – Así será – sentencié. Esta vez mis labios se dirigieron a su frente al despedirme. Tras salir de su habitación fue su madre quien me abrazó fuertemente y me dio las gracias por toda ayuda.
 – Ven cuando quieras – me dijo – espero ofrecerte todo lo que pueda.
 – Muchísimas gracias señora.

 Al salir de aquella humilde morada me dirigí rápidamente hacia mi casa. La felicidad me invadía al saber que Piére iba a poder ver la luz del mañana; al menos esa era mi esperanza. Llena de emoción a causa de tan increíble presente, no cesé de preguntarle a mi madre todo cuanto sabía acerca del teatro. Lamentablemente no fue mucho lo que pudo contarme.

 – Sé que hay obras buenas y malas; actores buenos y malos. Sé que existen comedias y dramas… y que dicen que hay directores que parecen magos.
 – ¿Magos? – pregunté asombrada.
 – Así es, mi niña. Tan pronto son capaces de hacerte reír como llorar.
 – Yo no quiero llorar – exclamé – si es así, que sea de alegría.
 – Todo es posible, hija mía – contestó vehementemente mi madre – Ahora bien.
 – ¿Sí, mami?
 – No estoy muy convencida de que vayas sola esta noche al teatro. No sabemos siquiera si éste es de alto o bajo caché; y ahora que lo pienso, no sé en cual de ellos estarías más segura.
 – ¡Pero es un regalo! ¿Qué haré si Piére mañana me pregunta? Se sentiría muy decepcionado.
 – Es peligroso – repuso.
 – Acompáñame entonces a la puerta.
 – Ya veremos – zanjó – hablaremos luego con tu padre.
 – Por favor ¡Convéncele y llevadme al teatro!
 – ¿En serio no prefieres jugar por el barrio? Si quieres te dejo jugar más tiempo esta noche.
 – No sería justo – repliqué.”

 – ¿Te llevaron entonces? – le pregunté a Marié.
 – No, evidentemente – me respondió – mas sí me acogí a la enmienda de estar más tiempo en la calle. A fin de cuentas, tendría todo el suficiente para llegar del teatro a casa.
 – Muy inteligente.

 – “Llegado el momento, me arreglé a toda prisa y huí dirección al teatro. Tenía muchas preguntas acerca de cómo sería aquello; afortunadamente pronto hallaría todas las respuestas.

 El cielo, próximo al ocaso, se encontraba decorado por un intenso color rojizo, acentuado por las caprichosas nubes, cuyos tonos cambiaban en mil matices desde el rojo más puro al más bello anaranjado. Era sin duda una tarde preciosa.

 Recuerdo igualmente que aquella calle aún funcionaba con farolas de carburo, y que precisamente en ese mismo instante, el farolero se cruzó en mi camino, saludándome cortésmente con un “buenas noches señorita”. Tras su sombra, finalmente contemplé en todo su esplendor las puertas del teatro: no ha sido el más grande; ni el más bello… después de todos los que he conocido. Mas ya sabes que todos guardamos cierto cariño y recelo con respecto al primero que conocimos.”

 – Sí – suspiré – Así es – Cuán extraño me sentí en aquel preciso momento. Como en el filo de la navaja, mi memoria pareció hallarse en el límite entre la amnesia y el recuerdo.
 – ¿Cómo era el tuyo, Maître? – permanecí callado unos segundos, mirándola fijamente a sus ojos dulces y a la vez penetrantes.
 – No sabría decirlo – Vívidos destellos de memoria parecían invadirme, cuales rayos en una tormenta – Veo un excelso teatro, repleto de gente aplaudiendo.
 – Magnífico – dijo ella – Sin duda tuviste mucha suerte – exclamó admirada, añadiendo aún más dulzura en su joven rostro, con una tierna sonrisa – Tal vez sea la magia el nexo común de todos los comienzos.
 – Cuenta – le rogué.

 – “Con paso firme me dirigí al portero, tras aguardar el tiempo necesario en la cola. Aún recuerdo con cariño aquel instante en que éste casi llegó a ignorarme y le pidió el ticket a aquellos que se hallaban a mi espalda. Con cierta prepotencia, carraspeé, como bien sabía hacer una niña orgullosa.
 – ¡Vaya, vaya! – exclamó el portero – ¿Qué tenemos aquí? ¿Te encuentras perdida? – preguntó, con cierta sorna.
 – No – sentencié firme – Vengo a ver la obra de teatro.
 – Pero… no es posible – respondió titubeante – ¿Dónde están tus padres?
 – No pueden venir – agregué – Con mucho esfuerzo han reunido el dinero suficiente para conseguir esta entrada y heme aquí, dispuesta a ver mi primera obra ¿Sabe?
 – Pero ¿no te han acompañado al menos hasta la puerta? No podría dejarte pasar si es así.
 – Perdone – comentó la anciana señora de atrás, quien esperaba impaciente – ¿Va a atendernos ya? ¿Por qué no aparta a la niña hasta que se solucione el problema?
 – Claro Madame; así haré – El mundo se habría convertido en ruinas, de no ser por la rápida intervención del destino.
 – Señor Tissier – dijo una voz adulta y masculina tras la puerta del teatro, dirigiéndose al portero – ¿me disculpa un momento? – Éste tras girarse palideció tremendamente
 – Eh ¡Sí! Quiero decir… que estoy a su disposición – contestó nerviosamente.
 – ¿Qué es lo que sucede? – preguntó el caballero con firmeza – Me ha parecido oír que no se le permite el paso a una joven y angelical niña ¿Es eso cierto?
 – Son las normas del teatro ¿No es así? – Fue entonces cuando distinguí por primera vez a aquel hombre; o a aquel joven quizás. Todo el color de la piel que el portero había perdido en su tez parecía haberlo adquirido aquel alto y esbelto caballero de negras y elegantes vestiduras.
 – ¿Normas? ¿Me acompaña un momento? – Sin esperar respuesta alguna, el joven de identidad aún desconocida asió por el brazo al señor Tissier, dirigiéndolo hacia el cartel de la obra – ¿Ve el cartel?
 – Sí señor; lo leo perfectamente: Memorias de un sueño, por…
 – En efecto sabe leer; ahora bien ¿Lee usted alguna norma?
 – No, pero el teatro…
 – ¿Ve alguna norma inscrita en la fachada del teatro? ¿Alguna grabada quizás en otro lugar? ¿Alguna en concreto prohíbe la entrada a los niños?
 – No señor – respondió tembloroso.
 – Si es así ¿por qué no le cede el paso a esta preciosa niña?
 – Pero ¿Y el dueño del teatro?
 – Su jefe resulta ser un gran amigo mío. Si se preocupa por él, le aseguro que yo también velaré porque todo aquel con billete pueda entrar a disfrutar mi obra de teatro – zanjó – Muchas gracias.
 – Disculpe las molestias, señor director.
 – No es a mí a quien ha hecho perder el tiempo – finalizó, retirándose al interior del teatro, mientras sonriente y ávido se cruzó ante mi vista, guiñándome un ojo.

 Fue entonces cuando el portero me cedió el paso hacia el interior de aquella fábrica sueños. Tras mis pasos pude escuchar cierto murmullo; al parecer alguien había acudido al portero para denunciar la pérdida de una entrada. Por suerte, ya había escapado de las temibles garras del padre Christophe y me hallaba en la seguridad del patio de butacas, del escenario y de aquel olor a antiguo tan distintivo y de difícil olvido. Todo cuanto vi a continuación fue pura magia; toda una revelación ¡Un todo! Espectáculo ¡Teatro! Y es ahora cuando debo dejarle marchar.”

 – ¿Cómo dice? – pregunté extrañado.
 – Creo que el hombre a quien sigue se escapa – me advirtió Marié, señalando con su dedo índice a través de la puerta, donde a lo lejos se hallaba mi otro yo. 
 – Entonces sabe quién soy – pregunté.
 – Sé que si no logra su objetivo, esto no habrá sido más que un vulgar sueño ¡Adelante pues!
 – Ha sido un placer conocerla – exclamé – Aún más.
 – Creo que más bien ha sido hoy cuando ha tomado interés en conocerme. Lástima que haya sido sólo en el mundo onírico – sentenció – Y ahora márchese – Olvidando por completo mi presencia, Marié tomó de un cajón una venda, y con notable dolor, comenzó a envolver su frágil y lastimado tobillo. Como un flash, había recordado lo duro que había sido con ella en el ensayo mientras bailaba; y el momento de su lesión tras haberle exigido tanto.


 Medité brevemente acerca de aquello, mas preso de la misión que se me había encomendado, tomé mis pasos rápidamente hacia la puerta, donde mi “yo recordado” hacía unos segundos que había salido. Tras doblar varios pasillos y tomar una última puerta, fueron las calles de París las que finalmente descubrieron a mi temible enemigo ¿Quién era?


Daniel Villanueva
26/08/13