jueves, 26 de julio de 2012

The Second Exploration. Capítulo II. El "yo" etéreo.

- Así que no recuerda su nombre – subrayó el psicólogo con el que había concertado una cita.
- ¿Qué diablos hico conmigo el día de la hipnosis? – No había sido la única vez que había usado sus servicios; de hecho, la última había sido muy reciente – Es de locos que no sea capaz de recordar mi propio nombre.
- ¿Para qué demonios necesita saber cómo se llama? – preguntó, inconcebiblemente divertido - ¿Acaso no sabe quién y cómo es usted?
- ¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Le parece razonable? – respondí vociferando.
- Llamen como nos llamen, el ser se halla en otra parte. En este caso, su ubicación es la correcta – argumentó, fuera de toda lógica ante mis oídos.
- No logro entenderle – dije, algo más calmado.
- Está bien – pretendió zanjar el doctor – siéntese ahí y relájese – me indicó, señalando el diván donde me tumbé la última vez.
- ¿Va a hipnotizarme nuevamente? ¿Recuperaré así mi nombre? – inquirí impacientemente.
- Créame que más importante resulta salvar almas, que otra cosa. En todo caso tranquilícese. No es el ser el que se ha olvidado, sino la simple cubierta que envuelve todas las definiciones – aclaró – De hecho, creo que esta vez no serán necesarias las artes del mesmerismo; sólo bastará hacerle unas cuantas preguntas.
- ¿Y bien? – dije impaciente.
- ¿Qué hizo desde el descubrimiento de su amnesia hasta el momento en que decidió llamarme? – Guardando unos segundos de reflexión, presto me decidí a comenzar aquella narración…

“Como le dije, tras abandonar la cafetería no cesé de correr. Aunque parezca mentira, casi podría afirmar, que más que apresurarme para encontrar las respuestas que mi mente necesitaba, huía, a causa de la vergüenza que suponía semejante olvido.
Se había instalado plenamente el mediodía en los relojes de los campanarios parisinos. El amarillento paisaje matutino había virado a un tono mucho más difuso y claro, cual niebla que pretende no serlo. Del mismo modo que los rostros de los viandantes cobraban lucidez, las calles se multiplicaban de grietas y sombras en sus fachadas, al igual que en los árboles. Con aquel típico escenario, más propio de una ensoñación que de la realidad misma, corría, al igual que en aquellas pesadillas infantiles en la que ese mismo gesto parecía insuficiente. Por mucho que me esforzaba, jamás parecía llegar el momento en que encontrara el portal de mi casa.”
- Mas sin embargo llegó – me animó el doctor, apretando con cierta fuerza mis muñecas con sus manos. Guardé unos segundos de silencio.
“Todo parecía encontrarse tal y como había dejado la casa. El claro resplandor, procedente de las ventanas, acentuaba el desorden en el que la vivienda se encontraba. No era aquella la residencia de matrimonio, situada muy allá en el este. Aquel diminuto estudio no era más que una vivienda de trabajo, donde prácticamente desempeñaba la vida de un soltero anciano.

Libros y papeles se acumulaban allá y acullá; por doquier, donde la vista pudiese alcanzar, pudiéndose encontrar descuidados vasos de café, resecos o inacabados. También era muy apreciable en muebles y mesas una fina capa de polvo; a saber cuándo había sido la última vez que había realizado la limpieza de la casa, o tan siquiera la había ordenado. Con semejante desorden exterior y mental ¿dónde podría comenzar a buscar? ¿Dónde podría encontrar algún manuscrito titulado con mi nombre? Aquel fue el comienzo de una pesquisa desesperada…
Si bien eran frecuentes las visitas del cartero, sorprendentemente aquel día, no era capaz de hallar ninguna; tan siquiera un miserable sobre con remite ¿Dónde los guardaba? Mejor dicho ¿Acaso los guardaba? Semejante arrebato de desesperación cooperó para no entender ningún tipo de remordimiento, al arrojar el cubo de la basura en el centro del salón; ya recogería a posteriori todos los desperdicios, una vez se calmaran los ánimos. Sin duda, la fortuna no se hallaba a mi lado: los dos únicos sobres que había encontrado en ella, aparecieron rotos y manchados, hasta tal punto, que fue imposible leer tanto el remite como el destinatario.
Segundos después creí escuchar por las escaleras del edificio las pisadas de algún vecino. Sin meditación alguna, salí despavorido por la puerta, para encontrarme a dicho sujeto, allá en la planta que estuviera. Tras percatarme que, quien fuera, estaba a punto de abandonar el bloque, comencé a correr y a gritar con el fin de que ese alguien se detuviese. Tras situarme frente a frente con aquella persona, bien pude advertir en su rostro un claro gesto de miedo y sorpresa.

- ¿Qué diablos sucede? – me preguntó aquella señora de mediana edad, atemorizada. Tras reconocerme, su miedo no tardó en virar a odio, con ciertas connotaciones de ira - ¿Son estas maneras de comportarse?
- Perdóneme, pero estas circunstancias son extraordinarias – me disculpé.
- Dígame qué ocurre y luego déjeme en paz; no estoy hoy para disgustos.
- Necesito saber mi nombre – grité angustiado – Sus ojos y su boca se abrieron como platos, mas no obstante no dijeron una sola palabra. Tres pasos hacia atrás hicieron percatarme que jamás se produciría una respuesta. – Señora, no es ninguna broma.
- ¡Déjeme marchar! No me siga. Vaya donde tenga que ir, pero no siga preguntándome.
- Por favor – supliqué.
- No existen favores – gritó muy enfadada - ¡Artistas en el bloque! A saber cuánto opio ha consumido para nublar así su mente – Finalizó, abandonando el edificio y tomando rumbo a algún punto de París.
Segundos después, tras darme media vuelta, pude observar una puerta estando a punto de cerrarse. Cuánta fama tenía aquel de espía del barrio.

- Por favor; no cierre ¿Puede ayudarme?
- Deje de molestar o llamaré a la gendarmería – me advirtió, desde el otro lado de la madera.
- No es necesario que abra; tan sólo necesito el don de su palabra.
- Si es cierto lo que dice ¿no cree usted que necesita más la ayuda de un médico que la mía propia?
- Tal vez tenga razón, pero desconoce mi angustia ¿Tan incómodo resulta pronunciar mi nombre? – Grité. Unos segundos de silencio vaticinaban una incómoda y apresurada reflexión.
- ¿No se da cuenta de quién es? Usted es usted – contestó, elevando aquella última palabra, como si pretendiera otorgarle a su significado mayor categoría.
- Ya sé que soy yo – respondí – Pero ¿quién soy?
- Usted – la evidencia y la cortesía no cesaban de atormentarme ¿Tan difícil resultaba desvelar tan simple respuesta? Al borde del precipicio de la ansiedad, un nuevo sonido, quiso aliviar, de momento, mi embotada cabeza ¿No era aquel sonido, allá, procedente de la puerta del bloque, el famoso amuleto del cartero? Con qué dulzura parecían penetrar en mis oídos las suaves y tímidas ondas acústicas de aquel diminuto cascabel.
- Muchas gracias por la ayuda – dije, despidiéndome del vecino. Conteniendo la respiración y cerrando los ojos, traté de hallar una simulada calma, con tal de no espantar al cartero y desenlazar la tragedia – Buenas tardes – le saludé, aunque quizás, con excesivos gestos de cortesía.
- Saludos, monsieur – respondió, con un acento muy sureño.
- ¿Ha llegado algo hoy para mí? – pregunté, con el corazón en un puño, mas aguardando las apariencias.
- Es posible. Deje que busque un momento en la bolsa – explicó, mientras comenzaba a hurgar en el zurrón donde portaba todas las cartas del bloque – Aquí tiene unas cartas para usted – Apenas extendió su brazo, no pude reprimirme para arrancarle aquellos sobres de su mano, cual águila extirpa a su presa del suelo – Que tenga un buen día – se despidió, ignorando por completo aquel gesto tan grosero y agresivo que acababa de cometer. Más agresivo resultó ser mi rostro, tras leer el destinatario de los sobres. Mientras, felizmente, esperaba encontrar mis apellidos y mi nombre, sólo pude hallar con total estupor, las claras palabras de “carta para usted.”
- De modo que no ha conseguido su propósito de ninguna de las maneras – determinó mi psicólogo. Pese a la seriedad del asunto y su aparente férrea profesionalidad, su lado humano no pudo contener la aparición de una leve sonrisa en sus labios.
- Créame que esto es de locos – añadí, tras observar su precia microexpresión.
- Déjeme esa etiqueta a determinar por mi juicio – me increpó – Aún si decidiera que su mal es locura, habría que determinar si ésta es sana o peligrosa.
- ¿Y qué más da eso? – grité indignado.
- ¡Importa mucho! – zanjó imperativamente – Ahora… si me permite, déjeme que le explique qué vamos a hacer.
- Con mucho gusto – imploré. No dudé en centrar mis cinco sentidos en sus palabras. Pese a no recordar mi nombre, bien sabía que el valor de mi identidad podría ser incalculable. Fuera cual fuera el precio para encarnar al “yo” etéreo, sin duda alguna, lo iba a pagar.

 
Daniel Villanueva
27/05/12