lunes, 24 de diciembre de 2007

El Creador de Sueños (Prólogo) Gritan las Musas


Eran otros tiempos... de eso no cabía duda: no había más carro que aquel que era empujado por bestias y caballos; los caminos eran un lodazal de invierno en vez de negro asfalto; los parques... ¿parques? Extensos bosques salvajes cubrían enormes llanos y laderas. Perros y vigías custodiaban la tierra de sus amos, algunos de ellos de alta alcurnia, y otros sin embargo simples labradores dueños de pequeños eriales y haciendas.

Pueblos y aldeas se enorgullecían de tener un simple reloj de maquinaria en lo alto de los campanarios de sus iglesias, en vez de los incluso ya anticuados relojes de Sol y arena.

Los zorros acechaban las gallinas; los lobos las ovejas. El oso era el más temido animal del hombre, siempre y bajo el permiso de éste... y he aquí el verdadero precio de la maldad.

El aire era puro y limpio... únicamente embelesado por suaves fragancias del bosque, y quizás en los aledaños de una cabaña, el humeante olor de chimeneas y candelas en las frías noches de invierno; invierno que en aquellos tiempos ya arreciaba, portando su frío manto a las altas cumbres, a las que raramente ascendían ellos.

Los días eran excesivamente cortos, mas la noche reinaba en aquel paisaje silvestre rodeado de tilos y pequeñas praderas labradas por el hombre, donde sacaban provecho de sus cultivos, no obstante bien escasos en producción debido al gélido clima y a las nieves constantes del largo invierno. Sin embargo, aquel año fue bastante atípico: casi parecía que las temperaturas, aunque frías nunca bajaban de los cero grados, y la lluvia, incesante y helada, había convertido el pastizal en un blando suelo donde se mezclaba pasto y barro. Las huellas con facilidad en él se hundían; no había pues motivo para perderse; en ese caso fácil era encontrar ese camino que el suelo bien se había asegurado de marcar.

No muy lejos de una aldea colindante a aquellas montañas, se erguía una imponente casa de madera que muy pocos hombres conocían. Bien se había encargado su dueño de privar la vista de sus entrañas, con el fin de ocultar lo que realmente ya se podía evidenciar: no era buena la semilla la que allí se podía engendrar. Solo una madre de muy puro corazón querría intentar limpiar la oscuridad de aquel hogar; o tal vez un ser despiadado que compartiese los viciados gustos del señor, que aquella noche iba a cometer un acto fatal.

Dentro, tan sólo unas velas iluminaban el angosto salón, no obstante decorado con robustos muebles de la más exquisita madera, en cuyo interior poseían vajillas de cristal, porcelana y otras incluso adornadas con gemas. También, allá donde no había madera, residían pequeños bustos de origen romano en las esquinas, algún cuadro de los más exóticos paisajes, y el singular retrato del amo, que erguido y serio, miraba amenazante la puerta de la habitación, donde un acto inusual acontecía.

Una mujer de cabellos dorados y singular belleza se hallaba de parto: sólo el médico, un sacerdote de oscura sotana, la acompañaba, con el fin de que no se sintiera indispuesta y abandonada. Pronto de su interior emanaría el mayor tesoro que una mujer podía tener. Ya casi parecía asomar el cuerpo de lo que parecía ser un niño –Mi hijo– Exclamó con un profundo llanto ella. Tal vez habría que darse prisa: aquellas palabras que pronunció su marido la noche anterior no parecían traerle mucho bien ni a ella, ni al que ya podía decirse que era él: su niño; su único hijo, concebido presa del engaño que nueve mesas ha, ella en sus carnes había sufrido.

El niño había nacido sano; hacía tan sólo unos segundos que el clérigo le había provocado su primer llanto, y ahora reposaba sobre el seno de su madre, que inquieta pero feliz lloraba, mientras el singular ayudante de parto se lavaba sus ensangrentadas manos y acto seguido bendecía la llegada de aquel bebé.

Un viento helado pareció proceder llegar de la puerta; otra más lejana parecía haberse abierto:

– ¡Ya puede marcharse, padre! – dijo una voz ronca a gritos, acompañada por el sonido de otra persona que parecía sonreír – ¿Me ha escuchado?– dijo al aparecer por la puerta de la habitación, mientras miraba con repulsión a su esposa manchada de sangre y abrazada a su hijo, tratando de incorporarse desesperada e intentando agarrar al párroco, para que no se marchase.
– Aún tengo que lavar al niño, señor – dijo el sacerdote, un tanto sorprendido por la tardía llegada del padre, y más aún por ir acompañado por una muchacha que cariñosamente le abrazaba, sin tan siquiera disimular su oscura y no tan secreta relación.
– ¿Es que no me ha oído? – gritó Piotr, padre de la criatura.
– Ya lo haré, señor – dijo el sacerdote recogiendo su maletín donde guardaba sus medicinas, y despidiéndose a continuación. De nuevo un aire gélido penetró en la habitación; quizás un último hálito de esperanza se había marchado.
– Al fin el mal ha sido extirpado.
– ¿Qué dices Piotr? – gritó su mujer– ¿Qué haces tú, que ni siquiera respetas la llegada de tu hijo y traes a esa a casa envuelto en ese pestilente olor a alcohol?
– Cállate – gritó su marido, quien la abofeteó– Escucha este sórdido ruido: tus llantos; los propios del niño; escucha la risa lejana en el salón de aquella que esta noche va a compartir cama conmigo, mientras tú quedarás aquí postrada, desasistida y en el olvido. Será un placer no volver a verte.
– ¿Qué haces? – gritó ella – ¡No! ¡Ese cuchillo no! ¡Mi hijo!
– No es el hijo el mal ¿Comprendes? Adiós; por siempre.

Gritan las musas horrorizadas, coléricas y presas de un profundo pavor; un niño bañado en sangre llora desesperado, buscando el cálido abrazo de su madre... de su gélida madre, cuyo cuello a medio abrir tiempo ha dejó de emanar sangre; cuyo cuerpo horas ha, fue abandonado por un alma que más quisiera haber sobrevivido para proteger a su hijo.

Las horas pasaron, mas allá en la lejanía de la soledad del niño, eran bien perceptibles los gemidos de una mujer, que entre risas disfrutaba de un macabro placer a costa de un padre cuyo norte había perdido ¿Qué iba a ser de él? No habría madre que le protegiera: no habría padre entregado a la causa de cuidar a su hijo.

Así los días pasaron; los meses; las estaciones... los años. Pocos apostaron por la vida del crío, mas éste había sobrevivido. Tal vez la resaca de aquella mujer hizo comprender, tan sólo a medias, que tal vez habría que ocuparse de ese diminuto ser casi desfallecido.

De buena gana quiso el padre haber degollado también a su hijo, mas ella, fruto de un singular capricho quiso apiadarse de él, siempre y cuando el vino no fuera un elemento más de sus fluidos. Ese era su verdadero dios; para ella y para él, extasiados en un subconsciente macabro sin límites; abusando de su poder... mientras un niño que con los años crecía, en la misma habitación donde casi cinco años ha el mundo por primera vez había visto, contemplaba impasible el pasar del tiempo, rememorando que esa noche sería precisamente su año quinto.

No hubo juegos para él; tan sólo tareas por cumplir y un padre al que obedecer. Su cuarto sólo albergaba una habitación decorada con la misma función que antes había servido; sólo la cama contrastaba con la imagen de la sala de estar que antaño había sido. A su izquierda lucía una enorme ventana con vistas a la linde de un bosque de tilos; frente a su cama y encima de un mueble de color verde oscuro imitando al mármol, asomaban tres diminutos ventanucos que colindaban con el mismo borde del bosque. Sus árboles, esqueléticos y siniestros al son del frío, se mecían cantando una muy singular nana: la única nana que Andréi había oído.

Pocas mañanas por aquel lugar pasaban niños, mas sólo Andréi los podía ver desde su ventana, al tener el salir a la calle prohibido. No hubo escuela donde aprender, ni libros de cuentos para la mente entretener. Ciertamente su padre años después le enseñó a leer, pero sus libros no daban lecciones adecuadas para un niño: todos ellos hablaban de tipos diferentes y procedencia del vino; de cómo sacar partido a las cosechas; un libro de matemáticas le enseñaba a sumar y restar, para que en el futuro llevara las cuentas del negocio del padre, que tanto le había enriquecido.

Todo lo que con su altura podía limpiar, era entonces una tarea a realizar: de hecho, muchas veces lo castigaron por no crecer rápido, y así poder asignarle un nuevo cometido.

¡Pobre niño! Andréi nunca abrazó a sus padres; nunca lo había conseguido. Andréi nunca había conseguido soñar; el mundo angosto que le rodeaba lo había impedido.


Daniel Villanueva

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