martes, 10 de mayo de 2011

Un plan increíble (Capítulo III)

Tras la marcha de nuestro jefe, todos allí, en la habitación de Tom, en el hospital, nos hallábamos cabizbajos y constreñidos.
- Creo que Hans sólo pretende animarnos – comentó uno – pero este proyecto no podemos cumplirlo.
- No, cuando aún se sigue buscando un prototipo definitivo para el vuelo – agregó otro - ¿Cómo entonces pretendemos aunar tantos objetivos?
- Sólo faltaba que nos pidieran que fuera sumergible, cual sueño de Julio Verne en sus “Veinte mil leguas de viaje submarino” – dijo una vez más.
- Es imposible – sentenció el primero en hablar – Un sueño imposible.
- Mas los sueños, sueños son – repuso el malherido Tom – tal vez en estas seis semanas que quedan os deparen muchas sorpresas ¿Quién sabe si os adelantáis a las ideas de muchos otros? Si no fuera por la ambición del señor Rivel, jamás me habría dejado lanzar en ese mortal instrumento.
- Hablas como joven que eres – comentó un veterano – Con el tiempo descubrirás que muchos sueños se olvidan, y que otros – prosiguió, no obstante quedándose a última instancia bloqueado y pensativo.
- ¿Otros qué? – preguntó Tom.
- Otros habrán muerto – finalizó la voz atascada, quedando su mirada sumida en la tristeza y en el infinito.
- Los sueños se destruyen solo si se les deja morir – protestó el joven – mas siempre que quede esperanza, cual ave Fénix, volverán a surgir.
- ¡Rescata entonces de las cenizas mi invento! – gritó groseramente el diseñador del accidentado aparato.
- Nuestro invento – recalcó Tom, especialmente en la palabra “nuestro” – Mas creedme que Hans lo hará; seguro que lo hará.

He de confesar que durante aquellos dos días, ensimismado y meditabundo en casa, todos mis pensamientos fueron derrotistas y negativos. Marchaba al mercado a realizar mis compras y preguntaba por Hans, más todos comentaban: “pasea solitario por la playa; debe haber sido muy duro para él lo del chico” – decían unos - “¿Por la playa?”- reponían otros – “Yo lo vi subir a las montañas ¡Seguro que se encuentra triste por la destrucción de su artilugio! ¡Ese hombre no entiende de personas; sólo de sí mismo!”. “Lo dudo”- dije – “Aún así todo es muy duro; no creo que podamos conseguirlo” – sentencié, haciendo bajar la cabeza y despidiéndome - “Hay cosas diseñadas por Dios en las que no puede inmiscuirse uno” – comentó una voz anciana – “Dejad para las aves sus alas, si no queréis que nuevamente os castigue el Salvador”. “Salvación y castigo; incongruentes palabras”- pensé.

Subí aún más triste a casa, donde por suerte o por desgracia, nadie me esperaba. Las dos jornadas sin trabajo resultaron aciagas, a excepción de la última tarde, cuando llegó a casa una visita inesperada ¿Sería el señor Rivel? A toda prisa corrí para abrir.
- Correo urgente, con remite de Hans Rivel – exclamó el cartero – Aquí tiene su sobre y por favor, firme aquí – así hice. Apenas transcurrieron unos segundos, cuando impaciente, logré ver el contenido de aquel sobre. Simplemente, se trataba de una carta; o más bien una cita.

“Mañana, a primera hora de la mañana, quedan citados todos sin excepción en la fábrica de celulosa, junto al puerto”.

Sin duda quedé perplejo ¿Por qué la fábrica de celulosa? ¿Acaso íbamos a reciclar todos nuestros informes para disponer de papel limpio y realizar otros nuevos? No obstante, creo que va siendo momento de abandonar toda clase de especulaciones; va siendo hora de aclarar que ésta no es una historia triste, sino el cumplimiento de muchos sueños; la consecución de un plan increíble ¿Y quién mejor para narrar tan célebre desenlace, que el propio Hans Rivel? Sé que es mi papel… que fue mi labor, narrar la memoria de aquel singular encargo; mas me es imposible narrar con mejores palabras las propias del señor Rivel, quien me cedió como regalo al final, su diario.

“23 de febrero de 1903.

Cuán imposible me es olvidar tener al pobre Tom, herido en mis brazos ¿Acaso es el precio a pagar para lograr este sueño? Pronto recibiré la llamada de los empresarios, cual matones a sueldo ¿Qué podré decirles? ¿Cómo podré resolver tal entuerto?

Al menos mis ojos, esta tarde de invierno, han suavizado su mirada tras un largo paseo por la playa. Creo que incluso que alguna lágrima de ellos ha surgido. No muy lejos de donde me hallaba en la arena sentado, dos jóvenes enamorados jugaban cerca de las rompientes olas, besándose y sonriendo. Casi parecía que el tiempo no transcurriese por ellos, transmitiendo siempre juventud y pureza; amor y deseo.

El viento arreciaba la costa, mar y arena; sin suavidad pero tampoco sin tormento. La mar, argentífera, esperaba inquieta abrazar a aquellos dos enamorados subidos en una barca, que acaban de tomar, hacía escasos momentos. Ambos sonreían; él remaba, y ella con sus manos tramaba un pequeño juego. Transformando un simple folio en un barco de papel, presta sonrío mientras ambos se dirigían lejos de las olas, tan solo un poco mar adentro. La mar se volvió dorada con los últimos compases del Sol poniente, celebrando el futuro rumbo de un navío nuevo. Ambos suavemente, habían colocado aquel pequeño barco de papel en el mar; Más gritando “rumbo al infinito”, lo dejaron navegar, libre por el mar, en busca de los sueños perseguidos.

Rumbo al infinito… ojala pudiese verlo.

Apenas los dos amantes pisaron tierra de nuevo, abandonando así un mar cobrizo de la mano de un Sol a punto de caer dormido, presto abandoné la playa, deseando que la mañana siguiente fuera tan propicia, como para aquellos jóvenes aquel día lo había sido.

24 de Febrero de 1903.

¡Eureka! No existe mejor palabra.

Acabo de regresar de enviar las citaciones para mis empleados, y sin duda, ya estoy deseando verles ¡Mañana será un gran día! Estoy muy seguro de ello; mas no cerremos con el simple júbilo esta página; menester será narrar por qué en estos momentos, mi rostro al fin luce contento.

Sonó el despertador como siempre, a las siete de la mañana, cuando algo abrumado, traté levantarme e ir directo a por el desayuno y mejorar así mi humor, que estaba siendo de perros. He de reconocer que mientras tomaba mi café y aquel pan tostado con mermelada, mis felices pensamientos hacia aquellos dos jóvenes se habían tornado en envidia, un poco insana. “Deseando que la mañana sea tan propicia, como la tarde de ellos” – murmuré - ¿Quién se cree esto?- por suerte, aquellas insulsas propuestas iban a ser las de un completo ignorante.

Saliendo de casa a las 07:45 horas, tal y como indicaba mi reloj de bolsillo, presto decidí tomar el tranvía que me dejase a pie lo más cerca de la colina, donde habíamos realizado el infausto ensayo, hacía varias mañanas. Sin duda, resultaba curioso que a aquellas horas apenas hubiese pasajeros, pese a ser martes - “Cómo se nota que hoy, es día festivo” – comentó el maquinista, a quien conocía desde hacía muchísimo tiempo - ¿A dónde va hoy que tan siquiera es de día, y todos en la ciudad plácidamente duermen? – me preguntó – A las montañas – dije – ¿A ver qué ha quedado del accidente? – preguntó nuevamente el conductor del tranvía – No es por ser impertinente, si mi pregunta le ha molestado – se excusó el chofer, quien sintió alivio tras mi negación – más, el otro día subió allá arriba mi hijo junto a sus amigos, y me comentó que poco queda tanto de su cacharro como del edificio – concluyó – Lo sé – respondí – Tal vez sea a nostalgia del sueño casi conseguido; la máquina desde luego prometía, pero qué vamos a hacerle. Al menos el chico se recuperará y así ya todos estamos contentos – comenté aliviado – Ésa es la mejor noticia sin duda – añadió el maquinista – ¡Fin del trayecto! Ha sido un placer volver a hablar con usted – se despidió el chofer cortésmente – El placer ha sido mío ¡Disfrute del día! O que al menos le sea leve la jornada de trabajo – me despedí del mismo modo – Más bien que me sea leve; aunque por suerte descanso al mediodía ¡Hasta luego!

Detrás dejé marchar al solitario tranvía, situándome justo frente a una vieja destilería, que hacía de límite entre la ciudad y la montaña. Desde allí, casi podían distinguirse claramente las ruinas del edificio accidentado, ya que apenas restaban veinte minutos de tranquila marcha hasta dicho lugar. Subí desde luego sin prisas, recordando los aciagos momentos en los que todo el equipo habíamos bajado por aquí corriendo, para salvar a nuestro compañero; recordando la vista atrás desde el propio tranvía, donde nos habíamos montado, observando las llamas del accidente, allá a lo lejos, donde pronto iba a estar.

Una vez alcanzado el “edificio”, tal y como me había indicado el chofer del tranvía, poco quedaba de aquel lugar. Prácticamente todo se había reducido a un amasijo de hierros retorcidos, por el peso de los escombros que en ellos habían caído y del propio calor del fuego, que las cámaras de las máquinas de vapor habían producido. Observando aquello, nuevamente agradecí al destino que Tom no se hubiese quemado. Mucha suerte tuvo al salir despedido de aquel infernal “cacharro”, como así lo había llamado el maquinista durante el camino. No tardé en tomar asiento entre los propios escombros para quedarme perdido en mis pensamientos y para mi sorpresa, quedarme dormido.

Así, serían las once de la mañana cuando unos gritos, me despertaron de improviso; estos no eran de angustia, sino de alegría; mas no eran los de un adulto, sino los de un crío. Incorporándome, al fin divisé a aquel chiquillo jugando ladera arriba junto con su padre - ¿Qué estaban haciendo? - Me pregunté. Sin ningún tipo de reparos, ascendí curioso para observar el juego que tenían entre manos. Con un buen bloc de folios usados, ambos estaban fabricando una flota de aviones, cada uno según su propio diseño. Además, a juzgar por los pocos papeles que quedaban sin manipular, en breves momentos se dispondrían a iniciar lo que iba a convertirse en un “gran concurso”: la demostración de cual prototipo era el mejor. Unos, de alas estrechas y alargadas, con unos trazos muy bien marcados, competirían con otros de alas más anchas y algo más irregulares.
- Tu avión se doblará con el viento – le decía sonriente el padre a su hijo.
- Pero tiene mejores alas para planear – le respondía alegre, aunque ansioso porque las pruebas le diesen la razón – En cambio el tuyo es muy estrecho y el aire no lo levantará.
- En tu colegio los niños no saben hacer aviones. Mejor, cuando lancemos a todos estos te enseño con algún accidentado cómo se construyen – le dijo nuevamente.
- De acuerdo – aceptó su hijo – cuando recojamos los tuyos te enseño cómo se hacen mis aviones – y ambos rieron, más cantaron la cuenta atrás para el momento de los despegues.

Sin duda alguna aposté por los aviones del padre, los cuales en un principio no me defraudaron, con sus trayectorias limpias y su impecable diseño; no obstante, fueron los aviones del hijo quienes, sin quererlo, me inspiraron. Una ráfaga de viento vertical bastó para que uno de los suyos se elevara, ascendiera y su rumbo prosiguiera… tanto, que al cabo de unos cuatro minutos incluso lo habíamos perdido de vista en el zenit, allá en el azul infinito. Tal vez fuera el esbozo arriesgado; el impulso y la vitalidad de un niño; el azar; la física o el propio amor a una empresa imposible; a un soñado camino. Plausiblemente, sin previo aviso, había conseguido enlazar tres distantes palabras: éxito, riesgo y diseño. Más todas ellas se hallaban englobadas por el amor; por la sonrisa; por aquel pliego de papel…

¡Eureka!

Hoy vuelvo a ser un niño”.

- Por favor señores – exclamó el señor Rivel – les pido que se conformen según los equipos de trabajo del anterior prototipo; aunque ésta vez, vais a hacer un cometido muy distinto.
- ¿Qué hacemos en una fábrica de papel? – preguntó uno de los empleados.
- He dejado unos cuantos folios en blanco por cada grupo – comenzó a explicar Hans – uno por cada integrante – aclaró – Ahora escúchenme bien: quiero que el primer grupo se dedique a bosquejar barcos de papel; el segundo aviones; y el tercero que estudie la celulosa y todas sus propiedades.
- ¿Y a continuación qué? – preguntó otro empleado intrigado.

Faltaban dos semanas de incesante trabajo en aquella fábrica de papel, hasta el famoso y temido día del cumplimiento de plazo. Casi exhaustos, unos apenas podíamos mantener el aliento tras varios días forjando un enorme recipiente metálico, a modo de piscina somera. A otros la cabeza les daba vueltas, tras semanas y semanas de cálculos infinitos, tanto de pesos como de estructuras. El sueño, loco, que no imposible, requería de la más pura concepción de la propia perfección. De los detalles más precisos; de los trabajos más cuidadosos; de la imaginación de un crío.

Días después las propias máquinas de la fábrica funcionaron al máximo, generando la pasta más flexible, pero a la vez más resistente, que en aquellos tiempos se podía producir. Vertimos toda ella en el recipiente, y tras dos días de minuciosos cuidados, la primera fase de la construcción había concluido.
- Señores – dijo Hans Rivel – tengan por seguro que aquí se encuentra el folio más grande, jamás “construido” – Todos reímos mientras sujetábamos nuestra primera copa de brindis, en nuestra primera celebración por el prototipo.
- ¡Por nuestro sueño! – grité.
- ¡Por nuestro sueño! – gritaron todos.

Acto seguido se procedió al encerado de aquel enorme folio rectangular, de treinta metros de largo, por veinte de ancho. De éste modo, cubierto por una cera antideslizante e impermeable, aquel material aparentemente sensible al agua no tendría miedo de hallarse en el mar o enfrentarse a la lluvia. Nuestro primer escollo, ya lo habíamos salvado desde un principio.

Tras aquel peculiar barnizado a dos caras y a filo, de un centímetro de grosor, la siguiente misión resultaba ser también una de las más complicadas. No sólo por la logística, sino por lo preciso. Había llegado el momento de realizar los plegamientos del papel. Lo que en un principio había sido una auténtica lona lisa, cinco días después resultaba ser un auténtico mosaico entrelazado de bordes y líneas, de dos colores distintos. Tampoco fue menos importante la colocación de las seis ruedas necesarias para la funcionalidad del singular arquetipo; ni de la estructura para colocar los motores, o los agarres de la tripulación que, posteriormente fuimos. Fuera como fuere, a falta tan solo de un día para el plazo, el segundo y último prototipo ya estaba listo.

Aquella noche… dormí rendido.

MUY PRONTO, EL ÚLTIMO CAPITULO.

Daniel Villanueva
05/05/11- 10/05/11

Al ave Fénix

viernes, 6 de mayo de 2011

Un plan increíble (Capítulo II)


- ¡Todo marcha! – exclamaron los empleados, dándose entre ellos abrazos y señas de júbilo.
- ¡Adelante! – exclamó Hans acariciando los incipientes pelos de su descuidada barbilla. Así, aquella colosal obra comenzó a rugir con más potencia, haciendo deslizar sus 4 robustas norias que servían como ruedas por la carretera.
- ¡Rumbo al mar! – celebraron todos. Apenas quince minutos de la salida, aquel enorme artilugio comenzó a atravesar las siempre complicadas arenas, mientras toda la población de aquella localidad observaba atónita aquel monstruo metálico, que a punto estaba de alcanzar el agua - El mar se halla calmo, en espera de que se cumpla nuestra gloria – seguían celebrando los casi ahora marineros.
- Aún así tengan cuidado con las olas – advirtió el señor Rivel, cual noble capitán.
- Así sea – exclamó el jefe de máquinas, siempre pendiente del estado de las cuatro calderas. Precisamente, tal y como había advertido el diseñador de la nave, éste era el papel más crucial para la conducción y la navegación: las cuatro calderas no solo definían la velocidad, sino la navegación, al ser éstas independientes y hacer girar cada una de ellas una noria diferente. No obstante, teniendo en cuenta que cuatro calderas podían adquirir cuatro potencias diferentes, se había previsto establecer cuatro conductos con válvulas de apertura y cierre, con el fin de compensar la temperatura y la presión de las diferentes cámaras.
- Hinchen los flotadores – ordenó Hans – aquellos, eran dos grandes globos situados en la zona media de cada una de las alas, de modo que así impidiese que las dos palas se hundiesen en el mar y ocasionasen trastornos en la navegación, o incluso el hundimiento.
- ¡Globos preparados! – gritaros sus encargados. Segundos después, el ambiente rebosó felicidad, al comprobar cuán firme era la ahora nueva embarcación jamás inventada.
- ¡Navegamos! – cantaron todos.
- Muy bien, valientes – gritó Hans Rivel, descuidando la prudencia y arrojándose en los mares de la victoria – Rumbo pues al Sol, allá en el horizonte.
- ¡Rumbo al este! – dijeron, avisando al jefe de máquinas. Lentos, pero seguros, todos marchamos a bordo de nuestro invento, rumbo a ese punto donde nuestras casas apenas eran una tímida línea blanca. Haciendo detener las norias, todos quedamos asombrados de cuán tamaña había sido nuestra obra.
- La vista es maravillosa – comenté anonadado, asombrado ante tan bello paisaje.
- Así es – comentó Hans – más prosigamos nuestra misión sin más demora ¡Es hora de volar! Ésta será la parte más peligrosa – finalizó algo ensimismado, mientras consultaba su reloj de bolsillo, bañado en plata y algo antiguo. Dando media vuelta, los marineros poco a poco fueron aproximándose a la costa, tratando de regresar al mismo punto de la playa donde habían partido. Cumpliendo con esta parte, pronto dejamos de ser marineros para convertirnos en simples tripulantes. Tras cierta dificultad, finalmente logramos escapar de las temibles arenas, alcanzando la sólida carretera, y tomando el desvío hacia las montañas, más allá de la ciudad.

Alcanzada la cima, todos decidimos abandonar la nave antes de dejarla caer a su suerte por la montaña. Tan sólo uno de nosotros, a suertes, sería el único tripulante capaz de hacer volar el aparato, y en el caso de que éste se diera, controlase su vuelo en búsqueda de un punto de aterrizaje seguro. Fue al joven Tom, el empleado menos longevo de todos nosotros, a quien le tocó la rama truncada que le acreditaba como piloto. Con su rostro pálido, ante el temor de que el aparato fallase, suspiró, y sin más, espero recibir los últimos consejos y el apoyo de su jefe, quien sin duda se los dio.
- ¡Mucha suerte Tom! – finalizó el señor Rivel, recibiendo un saludo al estilo militar del joven piloto, quien se dispuso a completar la fase de pruebas definitiva.

Todos permanecíamos impacientes y expectantes; sin duda, navegábamos por un mar de emoción. Los motores rugieron por última vez, haciendo desviar la máquina de la carretera y tomando una pendiente de la colina bastante llana en su caída. Mientras, un empleado y yo nos dispusimos a arrancar los dos flotadores de las alas, hacía tiempo desinflados, para así favorecer la planeación del aparato, una vez la velocidad de la máquina con el descenso en aquella rampa lo permitiesen. Tras treinta segundo de tensa respiración, al fin Tom, tras suspirar profundamente, liberó el bloqueo de las norias, para que estas rodasen por la pendiente libremente.

Sin duda alguna todos éramos conscientes del enorme peso de la nave, y de las dificultades que esto suponía para el despegue; mas, nada más se dejaron libres las ruedas, éstas empezaron a rodar con enorme velocidad, situando a nuestro joven amigo a más de un kilómetro de distancia en apenas unos segundos - ¡Despega! ¡Despega! – susurrábamos impacientes todos. Mientras, Tom se hallaba terriblemente angustiado, tratando de controlar en la mayor medida de sus posibilidades su pesado y veloz vehículo, cuya pista de despegue, se estaba antojando cada vez más corta.

Segundos después, un hálito de esperanza apenas difundió a través de nuestros sentidos; la fatalidad aguardaba detrás, agarrada en su cola. Amagando con un posible despegue, las dos ruedas delanteras lograron elevarse tres o cuatro palmos; mas una roca, por la vegetación cubierta, vino a impactar con la noria trasera izquierda. Instantes después el ala derecha de la nave se hizo añicos, y la inercia hizo que a continuación la izquierda corriera el mismo destino. Nuestra máquina… durante tanto tiempo forjada y mimada, se hizo poco más que añicos, rodando cuesta abajo y estrellándose con un viejo y abandonado edificio.

A toda prisa, todos corrimos ladera abajo en busca de nuestro amigo - ¡Pobre chico! – gritábamos todos, mientras casi perdíamos el control de nuestras piernas a través de la imponente cuesta por la que había descendido nuestro compañero, aún desaparecido. Al llegar al edificio, parte de éste y de los restos de la máquina, se hallaban en llamas, y casi todos, habíamos dado por segura la muerte de Tom, tras semejante estropicio. No obstante fue el propio Hans, quien dio con el cuerpo aún vivo del crío - ¡Rápido! ¡Al Hospital! – gritaron muchos, tomando sin dudar el camino hacia sus auxilios, y dejando atrás nuestro sueño, destrozado por las garras del destino.

Al menos éste no fue tan cruel: contra todo pronóstico, Tom había sobrevivido. Pese a las abundantes fracturas óseas que había contraído, el médico no dudó en indicar que se recuperaría de todas, sin más secuelas que alguna cicatriz por las heridas que había sufrido. No dudamos en sonreír y en acercarnos a él para arroparle con nuestro cariño. Hans fue el primero; el primero también en despedirse de nosotros y citarnos a todos pasados dos días en la fábrica, y tratar de idear un nuevo prototipo.

La pregunta sería cuál ¿Con tan poco tiempo? Todos nos hallábamos desconcertados; todos nos hallábamos perdidos.

CONTINUARÁ...

Daniel Villanueva
02/05/11