- Dime angelito ¿con quién vuelas tan alto?
- No es nadie quien conmigo vuela;
Tan sólo mi sombra, entre nubes saltando.
- Mas ¿por qué vuelas?
- ¿No ves mis alas? ¡Contémplalas ellas, extendidas cual manto!
¡Divertidas como sólo lo son ellas y con el viento jugando!
- ¿No son demasiado grandes para un santo?
- Usted pregunta demasiado
¡Déjeme volar!
¡Déjeme volar allí, donde nadie jamás ha alcanzado!
- ¡Muy bien! Marche pues…
Sin duda tras esas nubes debe lucir el Sol pese al rayo;
Y no verás más que de lejos la oscuridad haciéndose jirones,
Como los ecos de este llanto arrasador, que tan siquiera si fueran bombas
Le alcanzarían con sus goterones.
¡Ay!
Sin duda allá cantarían los pájaros y brotarían las flores
Mas ¿No viste asfixiarse a los vencejos que raudos descienden para pactar con sus pulmones?
¿Acaso puede subsistir la flor y la raíz donde no hay tierra ni polinizadores?
Bien sabes que volarás alto;
Sus alas bien lo merecen.
¡Angelito!
Sin duda es digna de elogiar su hazaña
¡Tanto… como su locura!
Siéntese un momento,
Si no desea partir con premura;
Siéntese…
Y pague antes la factura.
Daniel Villanueva
01/02/10
Posiblemente rascándose el bolsillo
Por atraco con mano armada.
lunes, 1 de febrero de 2010
viernes, 1 de enero de 2010
Cartas en el Camino (Capítulo 1: En la Sangre)
Luego el Espíritu llevó a Jesús al desierto
Para ser tentado por el diablo.
(Mateo 4, 1)
Cuarenta kilómetros después de aquel altercado, mitad a pie y mitad a caballo, al fin decidí parar mi marcha en las inmediaciones boscosas de La Charité-sur-Loire. Agotado por el largo viaje durante la jornada, apenas me quedaban fuerzas para montar el campamento.
Y tal vez muchos se pregunten qué hace un cartero, por muy pobre que fuese, pernoctando en la intemperie en vez de en un cálido aunque humilde techo. Quisiéramos o no aquellas tierras eran germanas, mas en aquel pueblo no había nadie de correos que pudiese ayudarme. De buena gana me habría quedado a dormir en Nevers, donde aún quedaban algunos empleados y los restos de una antigua oficina postal, pero esta es la vida del repartidor de correo, máxime si es urgente: desafiando la historia y el tiempo; la escasa economía y un frío adverso.
A toda prisa, antes de que la noche exterminase toda luz en aquellos verdes y húmedos robledales, estiré la lona verde impermeable que conformaría mi suelo. Acto seguido levanté las dos varillas donde coloqué encima la lona del techo. Una vez terminé de fijar los vientos, apenas quedaba luz bajo el manto de las copas de los robles. Seguramente cualquier despistado o inepto habría respirado tranquilo al terminar dicha tarea, mas bien sabía que aún me quedaba por hacer lo más importante… y me faltaba tiempo.
Apenas a dos metros se distinguía cierta algarabía. Como pude, encontré el máximo número de leños alrededor de la tienda, seleccionando primero los más secos y delgados para hacer fuego; cuánto me alegré de que los alemanes no requisaran una lata de queroseno presente en mi mochila ¡Justo a tiempo! Luz, calor y fuego.
La noche, aunque fría, parecía que iba a ser agradable. Únicamente parecía inquietarme aquella carta tenuemente iluminada por las llamas de la hoguera ¡Cuánto riesgo pensé que había corrido esta mañana! Ojala no tuviera más tropiezos como aquel en todo el viaje, mas pobre de un cartero en tiempos de guerra; pobre como aquellos campos invadidos, poblados de aldeanos asustadizos y valientes de reluciente esqueleto. Bien sabía que aquel incidente no había sido más que el comienzo.
- Y todo por un sobre – suspiré con desdén, mientras fuera; alrededor… tan sólo las ramas de los árboles se quejaban de la insolente brisa acariciando sus cuerpos. Una fría mirada incidió sobre aquella carta sin remite que únicamente había creado desconcierto ¿Merecía realmente la pena recorrer tantos kilómetros de territorio invadido, por un correo potencialmente requisable por un pelotón de fusilamiento? - ¡Maldita tentación! ¡Santa paciencia! – Me decía una y otra vez mientras trataba de atrapar el máximo calor que una fina manta me podía reservar.
Una y otra vez pensaba en cada una de las inclemencias que habían acontecido: desde la avería del coche hasta el bombardeo de las vías del ferrocarril ¡Cuán inteligentes parecían ser los alemanes, devolviéndonos atrás un siglo! ¡Y cuán duras podían ser las jornadas hasta Rouen en estos días de casi invierno!
No obstante había algo que me reconfortaba; una especie de llamada que hacía muchos años, allá en los tiempos que era niño, jamás había vuelto a sentir y oír: por primera vez en dos décadas había sentido la cadencia del río; el tañido de sus suaves aguas; por primera vez en una veintena de años los pájaros cantaban para mis oídos, mientras el aire mecía las ramas de los árboles; por vez primera en decenios atendía al crujir del suelo con mi pisada y el acompasado paso con son de clave de Rodrigo. Así finalmente desplegué mis alas hacia los días en que era un crío, donde con astucia trepaba por los árboles para contemplar la inmensidad del bosque desde lo más alto, donde quizás jamás nadie tanto habría subido.
Largo tiempo ha que se hizo la noche. Presto me apresuré a reavivar un poco las llamas de la hoguera, preparando así el preludio a la cena que con mis pensamientos casi había olvidado. En cuestión de varios minutos asé varias porciones de carne hasta conseguir el dorado perfecto, más eché mano de varios frutos y una pieza de pan que compré en un pueblo ¡Qué comida más agradable! Jamás había disfrutado tanto con una cena desde hacía muchísimo tiempo, saboreando al máximo todas las piezas que llevé a mi boca.
Esta vez el sobre se ha salvado – susurré – La carta llegará a su destino – Así anoté en mi diario justo antes de prepararme para dormir – Arriba las estrellas y los robles me brindaron su último guiño a la magia, creando un falso techo de brillantes enramados. Abajo la luz del fuego me arrebataba en su círculo protector aquella filigrana, observable tan sólo a escasos metros; mas cuánto calor sus brazos ardientes aportaban; justo el necesario para proseguir el largo, duro y necesario camino. Las tentaciones siempre aguardan; las miradas atrás siempre son frecuentes para el que nunca ha recorrido senderos que en sus vidas se han entrometido ¿Dónde hallar el fuego? ¿Cómo prolongar la llama? Sin duda muchos la han perdido.
Daniel Villanueva
Para ser tentado por el diablo.
(Mateo 4, 1)
Cuarenta kilómetros después de aquel altercado, mitad a pie y mitad a caballo, al fin decidí parar mi marcha en las inmediaciones boscosas de La Charité-sur-Loire. Agotado por el largo viaje durante la jornada, apenas me quedaban fuerzas para montar el campamento.
Y tal vez muchos se pregunten qué hace un cartero, por muy pobre que fuese, pernoctando en la intemperie en vez de en un cálido aunque humilde techo. Quisiéramos o no aquellas tierras eran germanas, mas en aquel pueblo no había nadie de correos que pudiese ayudarme. De buena gana me habría quedado a dormir en Nevers, donde aún quedaban algunos empleados y los restos de una antigua oficina postal, pero esta es la vida del repartidor de correo, máxime si es urgente: desafiando la historia y el tiempo; la escasa economía y un frío adverso.
A toda prisa, antes de que la noche exterminase toda luz en aquellos verdes y húmedos robledales, estiré la lona verde impermeable que conformaría mi suelo. Acto seguido levanté las dos varillas donde coloqué encima la lona del techo. Una vez terminé de fijar los vientos, apenas quedaba luz bajo el manto de las copas de los robles. Seguramente cualquier despistado o inepto habría respirado tranquilo al terminar dicha tarea, mas bien sabía que aún me quedaba por hacer lo más importante… y me faltaba tiempo.
Apenas a dos metros se distinguía cierta algarabía. Como pude, encontré el máximo número de leños alrededor de la tienda, seleccionando primero los más secos y delgados para hacer fuego; cuánto me alegré de que los alemanes no requisaran una lata de queroseno presente en mi mochila ¡Justo a tiempo! Luz, calor y fuego.
La noche, aunque fría, parecía que iba a ser agradable. Únicamente parecía inquietarme aquella carta tenuemente iluminada por las llamas de la hoguera ¡Cuánto riesgo pensé que había corrido esta mañana! Ojala no tuviera más tropiezos como aquel en todo el viaje, mas pobre de un cartero en tiempos de guerra; pobre como aquellos campos invadidos, poblados de aldeanos asustadizos y valientes de reluciente esqueleto. Bien sabía que aquel incidente no había sido más que el comienzo.
- Y todo por un sobre – suspiré con desdén, mientras fuera; alrededor… tan sólo las ramas de los árboles se quejaban de la insolente brisa acariciando sus cuerpos. Una fría mirada incidió sobre aquella carta sin remite que únicamente había creado desconcierto ¿Merecía realmente la pena recorrer tantos kilómetros de territorio invadido, por un correo potencialmente requisable por un pelotón de fusilamiento? - ¡Maldita tentación! ¡Santa paciencia! – Me decía una y otra vez mientras trataba de atrapar el máximo calor que una fina manta me podía reservar.
Una y otra vez pensaba en cada una de las inclemencias que habían acontecido: desde la avería del coche hasta el bombardeo de las vías del ferrocarril ¡Cuán inteligentes parecían ser los alemanes, devolviéndonos atrás un siglo! ¡Y cuán duras podían ser las jornadas hasta Rouen en estos días de casi invierno!
No obstante había algo que me reconfortaba; una especie de llamada que hacía muchos años, allá en los tiempos que era niño, jamás había vuelto a sentir y oír: por primera vez en dos décadas había sentido la cadencia del río; el tañido de sus suaves aguas; por primera vez en una veintena de años los pájaros cantaban para mis oídos, mientras el aire mecía las ramas de los árboles; por vez primera en decenios atendía al crujir del suelo con mi pisada y el acompasado paso con son de clave de Rodrigo. Así finalmente desplegué mis alas hacia los días en que era un crío, donde con astucia trepaba por los árboles para contemplar la inmensidad del bosque desde lo más alto, donde quizás jamás nadie tanto habría subido.
Largo tiempo ha que se hizo la noche. Presto me apresuré a reavivar un poco las llamas de la hoguera, preparando así el preludio a la cena que con mis pensamientos casi había olvidado. En cuestión de varios minutos asé varias porciones de carne hasta conseguir el dorado perfecto, más eché mano de varios frutos y una pieza de pan que compré en un pueblo ¡Qué comida más agradable! Jamás había disfrutado tanto con una cena desde hacía muchísimo tiempo, saboreando al máximo todas las piezas que llevé a mi boca.
Esta vez el sobre se ha salvado – susurré – La carta llegará a su destino – Así anoté en mi diario justo antes de prepararme para dormir – Arriba las estrellas y los robles me brindaron su último guiño a la magia, creando un falso techo de brillantes enramados. Abajo la luz del fuego me arrebataba en su círculo protector aquella filigrana, observable tan sólo a escasos metros; mas cuánto calor sus brazos ardientes aportaban; justo el necesario para proseguir el largo, duro y necesario camino. Las tentaciones siempre aguardan; las miradas atrás siempre son frecuentes para el que nunca ha recorrido senderos que en sus vidas se han entrometido ¿Dónde hallar el fuego? ¿Cómo prolongar la llama? Sin duda muchos la han perdido.
Daniel Villanueva
lunes, 28 de diciembre de 2009
May Be - Love Passion Night (Live)
May be
You smile because I talk
About this kind of thoughts
Behind which is my love.
Or may be
You smile because you want
Walk around my words
And leave our frights alone.
May be you smile because I crumble.
Or may be your eyes bright because the door…
Is open.
May be this time will be the one
To kiss your lips and love
Like never have been (done) before.
So no more words!
No more words!
Just care my burning soul,
To your hands I belong.
Take my heart!
Take my love!
This night of dreams just come
While moon lights from the door
Our first walk.
-----------------------------------------------
Days passed,
My dear love
And our passion grew deeply
And you see,
My dear love,
How many miles we walked around
This feeling, unclearly…
Inside roses we just heard the sound of wind
Really
How could I stop the time to always...
...Send my emotions made by myself ?
...Sleep below candles and forever rest?
How could I find the way to never end
Our begining steps?
Some candles light the sand
And water wets your dress .
Pleasure rules our hands
While moon lights from west
Our bodies are now one
Like one team playing chess
Where light darks, (and) darkness brights
This day...
This night we come back to this place
Don’t mind what we ever made
It’s time to relax
And feel that nothing could be changed.
My whisper streams your hands,
And there’s no place to hate.
Fears turn into illusion
Cause we both fought against this...
On this Love Passion’s Night.
Dear, can you remain
Our infantile game;
The water, my fire,
The sand and the air?
Now dance without care
I will always be there:
Your slave or your guide
Who will conduce you...
To this place where I once embraced you;
Where “May Be” got real.
Oh!
Daniel Villanueva para Absentia
Video: Concierto de Absentia en Kintos Café y Copas, el 26/12/09 en Montequinto (Sevilla)
jueves, 10 de diciembre de 2009
Cartas en el Camino (Prólogo: A orillas del Allier)
¿Cómo has caído desde el cielo, brillante estrella, hijo de la aurora?
¿Cómo has sido derribado a tierra tú, el vencedor de las naciones?
Tú decías en tu corazón: el cielo escalaré,
Encima de las estrellas de Dios levantaré mi trono;
En el monte de la asamblea me sentaré, en lo último del norte.
Subiré a las alturas de las nubes, seré igual que el altísimo.
(Isaías 14, 12–14)
Hacía frío aquella mañana de sábado por las boscosas riveras del río Allier, muy cerca de una localidad llamada Villeneuve–sur–Allier. Apenas habían transcurrido dos horas de los primeros rayos de luz filtrados por la aún persistente niebla, cuyas ansias de postergarse la hicieron durante medio día permanecer. Los árboles no cesaban de gotear el agua que ya no querían; los pájaros tímidamente cantaban; y el río, a unas dos decenas de metros de mis pies, aún dejaba escuchar el fluir de sus aguas mientras caminaba por el boscoso camino.
Realmente todo apuntaba que iba a ser una mañana muy tranquila y relajada ¿Quién iba a molestarse en madrugar tan temprano, si no un servidor con mi saco del correo a cuestas y la inestimable ayuda de mi caballo? ¿Quién querría despegar su oreja de la cálida almohada, si no era por algún tipo de oficio, compromiso o calvario? Hacía tres horas que había partido de Bessay–sur–Allier tras una noche un tanto incómoda en aquel hostal de mala muerte, y en ningún momento de aquella mañana me había tropezado con ningún viajero, soldado o vecino ¿Habrían firmado algún tipo de tregua? Cualquiera que fuera el motivo, más apacible estaba resultando el húmedo y frío camino, que aquel colchón de piedras donde apenas pude quedarme dormido.
Mi café era el respirar de las diminutas partículas de rocío; mi desayuno un mendrugo de pan que a la noche no había comido; mas cuán despierto me hallaba contemplando la belleza de un paisaje tan vivo. Aún así bien celebraría la presencia de una taberna abierta en Villeneuve–sur–Allier, donde podría parar a descansar para desayunar y cebar un poco a mi caballo Rodrigo.
7 de Noviembre de 1942. Así anoto este día en mi diario, fiel guía de mi trabajo como repartidor de correo de tiempos de antaño, pues ya ven que me desplazo a pie y a caballo; el coche de nuestra oficina se nos averió y no hay presupuesto para que debidamente en un taller sea atendido, aunque sí para que nuestro jefe marche a cazar al coto las mañana de domingo.
Apenas quedaban unos quinientos metros para llegar a las puertas de la aldea, cuando por fin me encontré con los primeros rastros de la civilización ¿O quería decir incivilización? Seis soldados alemanes esperaban atentos mi llegada, aburridos al igual que asombrados por ver al fin a un individuo, tal y como en sus miradas había advertido. Seguramente habría sido el primer ser vivo que habrían visto por las calles al igual que yo, mas ¿cómo desaprovechar una oportunidad como aquella para cumplir con sus cometidos?
– ¡Buenos días! – Me saludó fríamente un soldado cortando mi camino – Por favor: enséñeme su documentación – me indicó con su peculiar acento francés foráneo, tan desagradable como en el silencio un rugido. Al menos tuve que agradecer que hablara mi idioma, pues mi diccionario de alemán no lo había traído conmigo.
– Buenos días – respondí – Permitan que me presente – continué mientras sacaba de una bolsa atada al caballo todos los papeles con mi documentación – Mi nombre es Jean-Pierre Messadié, y soy repartidor de correos – expuse mientras los seis soldados con imparcialidad me miraban – En estos momentos me dirijo a Rouen para entregar una carta, al parecer urgente.
– Sus papeles están en regla, pero ¿podría enseñarme dicho correo? – me indicó el oficial mientras me devolvía mis papeles.
– Faltaría más – respondí – pero como ya le dije, se trata del único correo. No tiene remite, mas bien claro figura la dirección a la que se dirige y el nombre de su dueño. Tampoco hace falta decir que el pago de este envío ha sido correcto.
– Germain Deville – leyó en la carta aquel soldado alemán, que rondaba los cincuenta años. Por un instante desvío su mirada hacia mí, de reojo. Ciertamente, dos días antes de partir rumbo a la Francia alemana le advertí a mi jefe que aquella carta podía despertar todo tipo de sospechas si era descubierta – Siento decirle que este sobre voy a tenerlo que abrir – me advirtió el soldado.
– No se preocupe si tiene que hacerlo – contesté – Es su deber velar por la seguridad de su pueblo al igual que repartir el correo a éste el mío. Si encuentra alguna irregularidad en el contenido de esta carta tiene todo el derecho de confiscar dicho material, más yo entonces volveré por el camino por el que he venido – Sin dudar, aquel hombre de ojos arrugados desenvainó su daga decorada en el mango con una esvástica, para seccionar un extremo del sobre y extraer su contenido. Tan sólo un folio residía en las entrañas de aquel sobre, el cual, fue revisado muy atentamente por el oficial de aquel puesto, impasible y altivo.
Dos largos minutos sembraron de dudas mi incertidumbre – Está bien – me dijo el soldado – Puede pasar – concluyó mientras volvía a introducir la carta en el sobre y me la devolvía, continuando así mi camino.
Nunca había pasado tanto miedo.
Daniel Villanueva
¿Cómo has sido derribado a tierra tú, el vencedor de las naciones?
Tú decías en tu corazón: el cielo escalaré,
Encima de las estrellas de Dios levantaré mi trono;
En el monte de la asamblea me sentaré, en lo último del norte.
Subiré a las alturas de las nubes, seré igual que el altísimo.
(Isaías 14, 12–14)
Hacía frío aquella mañana de sábado por las boscosas riveras del río Allier, muy cerca de una localidad llamada Villeneuve–sur–Allier. Apenas habían transcurrido dos horas de los primeros rayos de luz filtrados por la aún persistente niebla, cuyas ansias de postergarse la hicieron durante medio día permanecer. Los árboles no cesaban de gotear el agua que ya no querían; los pájaros tímidamente cantaban; y el río, a unas dos decenas de metros de mis pies, aún dejaba escuchar el fluir de sus aguas mientras caminaba por el boscoso camino.
Realmente todo apuntaba que iba a ser una mañana muy tranquila y relajada ¿Quién iba a molestarse en madrugar tan temprano, si no un servidor con mi saco del correo a cuestas y la inestimable ayuda de mi caballo? ¿Quién querría despegar su oreja de la cálida almohada, si no era por algún tipo de oficio, compromiso o calvario? Hacía tres horas que había partido de Bessay–sur–Allier tras una noche un tanto incómoda en aquel hostal de mala muerte, y en ningún momento de aquella mañana me había tropezado con ningún viajero, soldado o vecino ¿Habrían firmado algún tipo de tregua? Cualquiera que fuera el motivo, más apacible estaba resultando el húmedo y frío camino, que aquel colchón de piedras donde apenas pude quedarme dormido.
Mi café era el respirar de las diminutas partículas de rocío; mi desayuno un mendrugo de pan que a la noche no había comido; mas cuán despierto me hallaba contemplando la belleza de un paisaje tan vivo. Aún así bien celebraría la presencia de una taberna abierta en Villeneuve–sur–Allier, donde podría parar a descansar para desayunar y cebar un poco a mi caballo Rodrigo.
7 de Noviembre de 1942. Así anoto este día en mi diario, fiel guía de mi trabajo como repartidor de correo de tiempos de antaño, pues ya ven que me desplazo a pie y a caballo; el coche de nuestra oficina se nos averió y no hay presupuesto para que debidamente en un taller sea atendido, aunque sí para que nuestro jefe marche a cazar al coto las mañana de domingo.
Apenas quedaban unos quinientos metros para llegar a las puertas de la aldea, cuando por fin me encontré con los primeros rastros de la civilización ¿O quería decir incivilización? Seis soldados alemanes esperaban atentos mi llegada, aburridos al igual que asombrados por ver al fin a un individuo, tal y como en sus miradas había advertido. Seguramente habría sido el primer ser vivo que habrían visto por las calles al igual que yo, mas ¿cómo desaprovechar una oportunidad como aquella para cumplir con sus cometidos?
– ¡Buenos días! – Me saludó fríamente un soldado cortando mi camino – Por favor: enséñeme su documentación – me indicó con su peculiar acento francés foráneo, tan desagradable como en el silencio un rugido. Al menos tuve que agradecer que hablara mi idioma, pues mi diccionario de alemán no lo había traído conmigo.
– Buenos días – respondí – Permitan que me presente – continué mientras sacaba de una bolsa atada al caballo todos los papeles con mi documentación – Mi nombre es Jean-Pierre Messadié, y soy repartidor de correos – expuse mientras los seis soldados con imparcialidad me miraban – En estos momentos me dirijo a Rouen para entregar una carta, al parecer urgente.
– Sus papeles están en regla, pero ¿podría enseñarme dicho correo? – me indicó el oficial mientras me devolvía mis papeles.
– Faltaría más – respondí – pero como ya le dije, se trata del único correo. No tiene remite, mas bien claro figura la dirección a la que se dirige y el nombre de su dueño. Tampoco hace falta decir que el pago de este envío ha sido correcto.
– Germain Deville – leyó en la carta aquel soldado alemán, que rondaba los cincuenta años. Por un instante desvío su mirada hacia mí, de reojo. Ciertamente, dos días antes de partir rumbo a la Francia alemana le advertí a mi jefe que aquella carta podía despertar todo tipo de sospechas si era descubierta – Siento decirle que este sobre voy a tenerlo que abrir – me advirtió el soldado.
– No se preocupe si tiene que hacerlo – contesté – Es su deber velar por la seguridad de su pueblo al igual que repartir el correo a éste el mío. Si encuentra alguna irregularidad en el contenido de esta carta tiene todo el derecho de confiscar dicho material, más yo entonces volveré por el camino por el que he venido – Sin dudar, aquel hombre de ojos arrugados desenvainó su daga decorada en el mango con una esvástica, para seccionar un extremo del sobre y extraer su contenido. Tan sólo un folio residía en las entrañas de aquel sobre, el cual, fue revisado muy atentamente por el oficial de aquel puesto, impasible y altivo.
Dos largos minutos sembraron de dudas mi incertidumbre – Está bien – me dijo el soldado – Puede pasar – concluyó mientras volvía a introducir la carta en el sobre y me la devolvía, continuando así mi camino.
Nunca había pasado tanto miedo.
Daniel Villanueva
sábado, 5 de diciembre de 2009
Esta Noche
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