jueves, 10 de diciembre de 2009

Cartas en el Camino (Prólogo: A orillas del Allier)

¿Cómo has caído desde el cielo, brillante estrella, hijo de la aurora?
¿Cómo has sido derribado a tierra tú, el vencedor de las naciones?
Tú decías en tu corazón: el cielo escalaré,
Encima de las estrellas de Dios levantaré mi trono;
En el monte de la asamblea me sentaré, en lo último del norte.
Subiré a las alturas de las nubes, seré igual que el altísimo.

(Isaías 14, 12–14)



Hacía frío aquella mañana de sábado por las boscosas riveras del río Allier, muy cerca de una localidad llamada Villeneuve–sur–Allier. Apenas habían transcurrido dos horas de los primeros rayos de luz filtrados por la aún persistente niebla, cuyas ansias de postergarse la hicieron durante medio día permanecer. Los árboles no cesaban de gotear el agua que ya no querían; los pájaros tímidamente cantaban; y el río, a unas dos decenas de metros de mis pies, aún dejaba escuchar el fluir de sus aguas mientras caminaba por el boscoso camino.

Realmente todo apuntaba que iba a ser una mañana muy tranquila y relajada ¿Quién iba a molestarse en madrugar tan temprano, si no un servidor con mi saco del correo a cuestas y la inestimable ayuda de mi caballo? ¿Quién querría despegar su oreja de la cálida almohada, si no era por algún tipo de oficio, compromiso o calvario? Hacía tres horas que había partido de Bessay–sur–Allier tras una noche un tanto incómoda en aquel hostal de mala muerte, y en ningún momento de aquella mañana me había tropezado con ningún viajero, soldado o vecino ¿Habrían firmado algún tipo de tregua? Cualquiera que fuera el motivo, más apacible estaba resultando el húmedo y frío camino, que aquel colchón de piedras donde apenas pude quedarme dormido.

Mi café era el respirar de las diminutas partículas de rocío; mi desayuno un mendrugo de pan que a la noche no había comido; mas cuán despierto me hallaba contemplando la belleza de un paisaje tan vivo. Aún así bien celebraría la presencia de una taberna abierta en Villeneuve–sur–Allier, donde podría parar a descansar para desayunar y cebar un poco a mi caballo Rodrigo.

7 de Noviembre de 1942. Así anoto este día en mi diario, fiel guía de mi trabajo como repartidor de correo de tiempos de antaño, pues ya ven que me desplazo a pie y a caballo; el coche de nuestra oficina se nos averió y no hay presupuesto para que debidamente en un taller sea atendido, aunque sí para que nuestro jefe marche a cazar al coto las mañana de domingo.

Apenas quedaban unos quinientos metros para llegar a las puertas de la aldea, cuando por fin me encontré con los primeros rastros de la civilización ¿O quería decir incivilización? Seis soldados alemanes esperaban atentos mi llegada, aburridos al igual que asombrados por ver al fin a un individuo, tal y como en sus miradas había advertido. Seguramente habría sido el primer ser vivo que habrían visto por las calles al igual que yo, mas ¿cómo desaprovechar una oportunidad como aquella para cumplir con sus cometidos?

– ¡Buenos días! – Me saludó fríamente un soldado cortando mi camino – Por favor: enséñeme su documentación – me indicó con su peculiar acento francés foráneo, tan desagradable como en el silencio un rugido. Al menos tuve que agradecer que hablara mi idioma, pues mi diccionario de alemán no lo había traído conmigo.
– Buenos días – respondí – Permitan que me presente – continué mientras sacaba de una bolsa atada al caballo todos los papeles con mi documentación – Mi nombre es Jean-Pierre Messadié, y soy repartidor de correos – expuse mientras los seis soldados con imparcialidad me miraban – En estos momentos me dirijo a Rouen para entregar una carta, al parecer urgente.
– Sus papeles están en regla, pero ¿podría enseñarme dicho correo? – me indicó el oficial mientras me devolvía mis papeles.
– Faltaría más – respondí – pero como ya le dije, se trata del único correo. No tiene remite, mas bien claro figura la dirección a la que se dirige y el nombre de su dueño. Tampoco hace falta decir que el pago de este envío ha sido correcto.
– Germain Deville – leyó en la carta aquel soldado alemán, que rondaba los cincuenta años. Por un instante desvío su mirada hacia mí, de reojo. Ciertamente, dos días antes de partir rumbo a la Francia alemana le advertí a mi jefe que aquella carta podía despertar todo tipo de sospechas si era descubierta – Siento decirle que este sobre voy a tenerlo que abrir – me advirtió el soldado.
– No se preocupe si tiene que hacerlo – contesté – Es su deber velar por la seguridad de su pueblo al igual que repartir el correo a éste el mío. Si encuentra alguna irregularidad en el contenido de esta carta tiene todo el derecho de confiscar dicho material, más yo entonces volveré por el camino por el que he venido – Sin dudar, aquel hombre de ojos arrugados desenvainó su daga decorada en el mango con una esvástica, para seccionar un extremo del sobre y extraer su contenido. Tan sólo un folio residía en las entrañas de aquel sobre, el cual, fue revisado muy atentamente por el oficial de aquel puesto, impasible y altivo.

Dos largos minutos sembraron de dudas mi incertidumbre – Está bien – me dijo el soldado – Puede pasar – concluyó mientras volvía a introducir la carta en el sobre y me la devolvía, continuando así mi camino.

Nunca había pasado tanto miedo.


Daniel Villanueva

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