Déjame que responda a esa
cuestión: sorpresas; gratas e infaustas sorpresas. Aquellas que nunca nos
dejarán indiferentes; que nos harán plantearnos aún más preguntas. En ese giro
constante, hubo un tal Coriolis empeñado en hacer ver al mundo que para
alcanzar una meta, como el viento, estaremos condenados a dar un rodeo. Así,
muchas veces, cuando estamos seguros de hacer realidad lo planeado, las nubes
hacen perder de vista el objetivo y hacernos pensar que estamos más lejos que
nunca de él.
Ya que dicho efecto “nada” tiene
que ver con el agua o el viento en respuesta al giro planetario,
permítanme ponerle nombre a semejante
fenómeno: será la maldición de Göreme.
Göreme es un maravilloso pueblo
situado en el corazón de la Capadocia. Se trata de uno de los principales
núcleos turísticos de Turquía, por su legado histórico y su singular paisaje.
Si había un lugar en este país que más deseaba visitar, ese no era más que
éste. Sin embargo, cualquier supersticioso habría abandonado toda esperanza de
poder viajar a la Capadocia, cuando, siempre que tenía planeado dirigirme a
ella, surgían catastróficas desdichas. La primera vez, el coche en alquiler que
tenía reservado, sufrió un accidente de tráfico (nada especialmente raro en
Turquía) la noche anterior a la recogida y partida. Primer aviso. La segunda
vez, caí gravemente enfermo a causa de una infección bacteriana, la cual, me
tuvo tres días “delirando” con 40ºC de fiebre, más dos días con 38ºC, de
propina. Podríamos contar terceras ocasiones los fines de semana siguientes, ya
que, dicha infección no sólo había afectado a mis cavidades paranasales, sino,
más gravemente a mi bolsillo. No habría manera de salir de Ankara hasta que no
cobrara y me recuperara económicamente, lo que tardó aproximadamente un mes y
medio a partir de aquel momento. Pasado por fin ese tiempo, tuve que jugar a
engañar al destino (¿o éste me engañó a mí?) para armarme con la inseparable
mochila y dirigirme rumbo a la estación de autobuses. Inicialmente me dirigía a
otro lugar, mas esa “fatídica noche” no parecía haber billetes para ninguna
parte. Coriolis o Göreme hacían acto de presencia de nuevo. Sin embargo, tal
vez la magia o el empecinamiento de quien no cree en esas cosas, hicieron que
pudiera inventar una escala milagrosa a Nemrut, cuyo regreso, no en vano, me
harían pasar por la soñada Capadocia. El destino, enterado de aquello, sintió
una tremenda sed de venganza: en el autobús que me llevaba a Nevşehir, última
escala para Göreme, un té recién servido cayó sobre mi barriga, abrasándola.
También, un par de caballos, ya en tierras de hititas, me hicieron jugar un par
de malas pasadas. Sin embargo, todo esto será una futura historia.
Expuesto el efecto Coriolis o la
maldición de Göreme, ahora viajamos al aeropuerto de Estambul, un 3 de Febrero
de 2014. Ha anochecido, y previo a aterrizar, el avión nos había regalado unas
increíbles vistas de la ciudad iluminada a los pasajeros. Tan grande es, con
sus más de dieciséis millones de habitantes, que los límites de esta metrópolis
se pierden de vista, a excepción de los establecidos por el Bósforo y el
Mármara, generando un contraste de luz y oscuridad; asombro y temor. El pequeño
aventurero viajaba muy lejos, mas la meta era bien distinta: alcanzar Turquía;
encontrar trabajo; forjar una nueva vida. Sin los colchones o los pinchos de
una familia; sin la música (al menos por un tiempo); sin muchos círculos, y a
pesar de todo, con la presencia de un gran amigo (a juzgar por sus méritos)
esperando en Ankara – No iba a estar solo al fin y al cabo – me dije.
Una vez pisé el aeropuerto de
Estambul no conté con Göreme, el cual se había disfrazado con forma de control
de pasaporte. Todas las luces de la ciudad se volvieron sombras al saber que,
la eterna espera en la cola del control, me habían hecho perder el vuelo con
destino Ankara. Por un instante, la soledad se había convertido en una perversa
compañera; más adelante hablaremos de ella. Sin conocer el aeropuerto, no sabía
de antemano que el aeropuerto poseía una terminal para vuelos internacionales y
otro para nacionales. Quizás, sabiendo esto habría podido coger ese vuelo, el
cual aún lucía en los carteles con un inquietante “Last call”; sin embargo lo
más sensato habría sido escoger una escala con mayor tiempo de espera entre un
vuelo y otro. El mundo se hizo enorme y me sentí tremendamente pequeño; miré
atrás, fingiendo vislumbrar el pasado, allá en el confort de lo seguro y
conocido: allí estaban amistades; noches de concierto; amores del pasado;
experiencias inolvidables ¿Éste era su final? Respirando hondamente, abandoné
esa espiral de ansiedad y me dirigí al lugar que sabía, debía encontrar.
La compañía aérea, tenía su
oficina abierta, y sus empleados, por suerte, hablaban inglés perfectamente.
Todo cuanto debía hacer era esperar al siguiente vuelo con destino Ankara, que
partiría tan sólo una hora después. No iba a ser un grave problema al fin y al
cabo; algo tan insignificante no iba a destruirme. No obstante, aquel segundo
vuelo resultó ser mucho más sombrío: las azafatas y el capitán sólo hablaron en
turco. Estuve relegado al último asiento del avión, temeroso de que éste se
llenara por alguna circunstancia y tuviera que abandonarlo en espera de otro
donde sí hubiera libre. Tras el despegue, sabía que había abandonado Europa
para introducirme en Asia, viajando desde un túnel
donde nada se podía divisar hasta que pudiera salir de él. Incertidumbre;
dudas; impaciencia; espera.
Algunos de los pasajeros me
miraron con curiosidad; yo también a ellos. Bienvenido a Turquía; un lugar muy
alejado de la natal España. Tu nuevo hogar ¿Llegarás a sentirte como en casa?
Mejor dicho ¿Podrás hacer una casa? Poco había podido arrancar de mi identidad
material, para no exceder los 30 kilos de peso permitidos en el equipaje. 30
kilos que sufrieron además del efecto Coriolis, disfrutando de un día de
vacaciones de más en Estambul ¡Magnífico! (23/02/15)
Daniel Villanueva
Fotografía:
Göreme de noche, un 18 de Mayo de 2014
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