martes, 11 de enero de 2011

Cartas en el Camino (Capítulo 2: Sombras en el Camino)



Mirad, el Señor va a arrasar la tierra,
Va a devastarla y trastornarla,
Y dispersará a sus habitantes.
Y será igual para el sacerdote y el pueblo,
Para el amo y el esclavo,
Para el ama y la esclava,
Para el que compra y el que vende,
Para el que presta y el que recibe prestado,
Para el deudor y el acreedor.
La tierra será totalmente arrasada,
Totalmente saqueada.
Porque esto es lo que ha dicho el Señor.
La tierra se seca y se marchita,
El mundo entero se reseca, se marchita,
Y el cielo y la tierra se llenan de tristeza.
La tierra ha sido profanada por sus habitantes,
Porque han dejado de cumplir las leyes,
Han desobedecido los mandatos,
Han violado el pacto eterno.
Por eso, una maldición ha acabado con la tierra
Y sus habitantes sufren el castigo.
Por eso, los habitantes de la tierra han disminuido
Y queda ya poca gente.

(Isaías 24, 1-6)


Serían las cuatro de la madrugada, cuando unos gritos desesperados en la lejanía me despertaron, inquietándome.
- ¡Auxilio! ¡Vienen a matarme! ¡No quiero morir! ¡No quiero morir! – gritaba desgarradoramente aquella voz con acento alemán - ¡Ayuda! – Sin duda aquella voz se acercaba, pavorosa e imprudente. De seguir así pronto se toparía con la tienda, descubriéndome y a saber con qué intenciones; o peor aún: con qué intenciones de los que parecían seguirle.

Rápidamente me atavié para poder salir de aquella tienda y escapar de la posible vista de aquel hombre atemorizado; jamás debería consentir que me avistara en la misma tienda. No obstante apenas me dio tiempo a disponerme a salir, cuando de entre la lona de la tienda surgió una cabeza
- ¡Ayuda! – gritó aquel hombre alemán ataviado de soldado, haciendo inevitable que yo también gritara - ¡Ayudame por favor!
- ¿Qué es lo que quieres? – pregunté exaltado mas a la vez indefenso.
- ¡Quieren matarme! – vociferaba desesperadamente en un mar de histéricas lágrimas.
- ¿Quiénes? – pregunté cada vez más acobardado - ¿Quiénes?
- ¡Ellos! – dijo señalando al inhóspito horizonte del bosque – Maldita sea ¡Ya vienen!
- ¿Y qué puedo hacer? No soy más que un humilde…
- ¡Ayúdeme! – seguía vociferando, mientras sus ojos irradiaban la sombra de una terrible locura - ¡Socorro! – volvió a berrear mientras desenfundaba una pistola para disparar indiscriminadamente al negro bosque, vaciando todo el cargador.
- ¡Si nos siguen nos van a descubrir con tanto escándalo! ¡Cállese! – chillé contagiado por su inmenso pánico, mientras lograba ponerme las botas y salía de la tienda.
- ¡Lo siento! – exclamó, huyendo despavorido finalmente, y entre la oscuridad desapareciendo, pese a poder escucharle claramente con sus terribles gritos.

El frío a aquellas horas de la noche era desgarrador, mas aún más dolorosa era aquella sensación oprimente que apenas me dejaba sin respiración. Si el frío duerme la circulación sanguínea, el miedo la congelaba. Mis venas así la notaban: helada y acristalada, inmovilizando cada centímetro de mi cuerpo. Tan siquiera era libre mi mirada, únicamente dirigida hacia ese sitio, en busca algo en mitad de la nada. Mi única valentía se hallaba en mis párpados, los cuales se abrían y cerraban tratando de mantener en perfectas condiciones mis ojos; alimentando aún más mi temor; clavándome en el suelo, cual si fuera una lanza.

Peor aún fue todo cuando al fin advertí una sombra deslizarse; la saliva también llegó a congelarse, atragantándome. Pese a todo, aquella fue la señal que me empujó a liberarme del pánico y convertirlo en una locura agonizante. Seguía sintiendo miedo no obstante, mas al menos podía desplazarme. Sin ton ni son corría veloz por un bosque en casi completas tinieblas, tratando de encontrar el mejor arbusto para ocultarme. Tras cinco minutos de intensa carrera así fue, donde me tumbé asfixiado sobre el suelo, tratando de aspirar el máximo aire antes de que pudieran pasar cerca aquellas personas.

Otra vez eran mis ojos los únicos valientes capaces de observar todo cuanto me rodeaba. Bien, pero a lo lejos, podía intuir mi tienda más mi caballo, también muy inquieto ante la presencia de aquella persona que a él y al campamento se acercaba ¿Qué ven mis ojos? Sin duda alguna la estatura de aquel individuo no coincidía para nada con la de un soldado ¿No parece una niña? ¿Qué haría en un lugar como éste a estas horas de la madrugada?

Pasaron cinco minutos de tensa espera, cuando finalmente comprendí que al parecer allí no había más nadie: tan sólo aquel histérico soldado que tiempo ha había desaparecido entre la maleza y aquella niña… erguida frente a la tienda, pero nada más llegar de rodillas; estática pero cabizbaja; completamente abandonada…

Sigilosamente traté de aproximarme a ella; no tardé en advertir tímidamente sus llantos, también amedrentados. Sin duda sus lágrimas trasmitían desolación y miedo; frío y tristeza.

Armándome de valor, hice presencia ante su vista, realizando una oportuna pregunta - ¿Qué es lo que ocurre?
- ¿Aún no lo sabes? – contestó enigmáticamente ella, clavando su llorosa y fría mirada en los míos, amedrentados.


Daniel Villanueva

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