viernes, 6 de mayo de 2011

Un plan increíble (Capítulo II)


- ¡Todo marcha! – exclamaron los empleados, dándose entre ellos abrazos y señas de júbilo.
- ¡Adelante! – exclamó Hans acariciando los incipientes pelos de su descuidada barbilla. Así, aquella colosal obra comenzó a rugir con más potencia, haciendo deslizar sus 4 robustas norias que servían como ruedas por la carretera.
- ¡Rumbo al mar! – celebraron todos. Apenas quince minutos de la salida, aquel enorme artilugio comenzó a atravesar las siempre complicadas arenas, mientras toda la población de aquella localidad observaba atónita aquel monstruo metálico, que a punto estaba de alcanzar el agua - El mar se halla calmo, en espera de que se cumpla nuestra gloria – seguían celebrando los casi ahora marineros.
- Aún así tengan cuidado con las olas – advirtió el señor Rivel, cual noble capitán.
- Así sea – exclamó el jefe de máquinas, siempre pendiente del estado de las cuatro calderas. Precisamente, tal y como había advertido el diseñador de la nave, éste era el papel más crucial para la conducción y la navegación: las cuatro calderas no solo definían la velocidad, sino la navegación, al ser éstas independientes y hacer girar cada una de ellas una noria diferente. No obstante, teniendo en cuenta que cuatro calderas podían adquirir cuatro potencias diferentes, se había previsto establecer cuatro conductos con válvulas de apertura y cierre, con el fin de compensar la temperatura y la presión de las diferentes cámaras.
- Hinchen los flotadores – ordenó Hans – aquellos, eran dos grandes globos situados en la zona media de cada una de las alas, de modo que así impidiese que las dos palas se hundiesen en el mar y ocasionasen trastornos en la navegación, o incluso el hundimiento.
- ¡Globos preparados! – gritaros sus encargados. Segundos después, el ambiente rebosó felicidad, al comprobar cuán firme era la ahora nueva embarcación jamás inventada.
- ¡Navegamos! – cantaron todos.
- Muy bien, valientes – gritó Hans Rivel, descuidando la prudencia y arrojándose en los mares de la victoria – Rumbo pues al Sol, allá en el horizonte.
- ¡Rumbo al este! – dijeron, avisando al jefe de máquinas. Lentos, pero seguros, todos marchamos a bordo de nuestro invento, rumbo a ese punto donde nuestras casas apenas eran una tímida línea blanca. Haciendo detener las norias, todos quedamos asombrados de cuán tamaña había sido nuestra obra.
- La vista es maravillosa – comenté anonadado, asombrado ante tan bello paisaje.
- Así es – comentó Hans – más prosigamos nuestra misión sin más demora ¡Es hora de volar! Ésta será la parte más peligrosa – finalizó algo ensimismado, mientras consultaba su reloj de bolsillo, bañado en plata y algo antiguo. Dando media vuelta, los marineros poco a poco fueron aproximándose a la costa, tratando de regresar al mismo punto de la playa donde habían partido. Cumpliendo con esta parte, pronto dejamos de ser marineros para convertirnos en simples tripulantes. Tras cierta dificultad, finalmente logramos escapar de las temibles arenas, alcanzando la sólida carretera, y tomando el desvío hacia las montañas, más allá de la ciudad.

Alcanzada la cima, todos decidimos abandonar la nave antes de dejarla caer a su suerte por la montaña. Tan sólo uno de nosotros, a suertes, sería el único tripulante capaz de hacer volar el aparato, y en el caso de que éste se diera, controlase su vuelo en búsqueda de un punto de aterrizaje seguro. Fue al joven Tom, el empleado menos longevo de todos nosotros, a quien le tocó la rama truncada que le acreditaba como piloto. Con su rostro pálido, ante el temor de que el aparato fallase, suspiró, y sin más, espero recibir los últimos consejos y el apoyo de su jefe, quien sin duda se los dio.
- ¡Mucha suerte Tom! – finalizó el señor Rivel, recibiendo un saludo al estilo militar del joven piloto, quien se dispuso a completar la fase de pruebas definitiva.

Todos permanecíamos impacientes y expectantes; sin duda, navegábamos por un mar de emoción. Los motores rugieron por última vez, haciendo desviar la máquina de la carretera y tomando una pendiente de la colina bastante llana en su caída. Mientras, un empleado y yo nos dispusimos a arrancar los dos flotadores de las alas, hacía tiempo desinflados, para así favorecer la planeación del aparato, una vez la velocidad de la máquina con el descenso en aquella rampa lo permitiesen. Tras treinta segundo de tensa respiración, al fin Tom, tras suspirar profundamente, liberó el bloqueo de las norias, para que estas rodasen por la pendiente libremente.

Sin duda alguna todos éramos conscientes del enorme peso de la nave, y de las dificultades que esto suponía para el despegue; mas, nada más se dejaron libres las ruedas, éstas empezaron a rodar con enorme velocidad, situando a nuestro joven amigo a más de un kilómetro de distancia en apenas unos segundos - ¡Despega! ¡Despega! – susurrábamos impacientes todos. Mientras, Tom se hallaba terriblemente angustiado, tratando de controlar en la mayor medida de sus posibilidades su pesado y veloz vehículo, cuya pista de despegue, se estaba antojando cada vez más corta.

Segundos después, un hálito de esperanza apenas difundió a través de nuestros sentidos; la fatalidad aguardaba detrás, agarrada en su cola. Amagando con un posible despegue, las dos ruedas delanteras lograron elevarse tres o cuatro palmos; mas una roca, por la vegetación cubierta, vino a impactar con la noria trasera izquierda. Instantes después el ala derecha de la nave se hizo añicos, y la inercia hizo que a continuación la izquierda corriera el mismo destino. Nuestra máquina… durante tanto tiempo forjada y mimada, se hizo poco más que añicos, rodando cuesta abajo y estrellándose con un viejo y abandonado edificio.

A toda prisa, todos corrimos ladera abajo en busca de nuestro amigo - ¡Pobre chico! – gritábamos todos, mientras casi perdíamos el control de nuestras piernas a través de la imponente cuesta por la que había descendido nuestro compañero, aún desaparecido. Al llegar al edificio, parte de éste y de los restos de la máquina, se hallaban en llamas, y casi todos, habíamos dado por segura la muerte de Tom, tras semejante estropicio. No obstante fue el propio Hans, quien dio con el cuerpo aún vivo del crío - ¡Rápido! ¡Al Hospital! – gritaron muchos, tomando sin dudar el camino hacia sus auxilios, y dejando atrás nuestro sueño, destrozado por las garras del destino.

Al menos éste no fue tan cruel: contra todo pronóstico, Tom había sobrevivido. Pese a las abundantes fracturas óseas que había contraído, el médico no dudó en indicar que se recuperaría de todas, sin más secuelas que alguna cicatriz por las heridas que había sufrido. No dudamos en sonreír y en acercarnos a él para arroparle con nuestro cariño. Hans fue el primero; el primero también en despedirse de nosotros y citarnos a todos pasados dos días en la fábrica, y tratar de idear un nuevo prototipo.

La pregunta sería cuál ¿Con tan poco tiempo? Todos nos hallábamos desconcertados; todos nos hallábamos perdidos.

CONTINUARÁ...

Daniel Villanueva
02/05/11

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