martes, 17 de febrero de 2009

Edan, el Escultor (Parte IV)

Así, una vez llegada la mañana, espléndida y luminosa, me dispuse a lavarme y a vestirme con mis modestas, pero mejores galas. Un fino pañuelo de seda bastaría para cubrir a aquel, quien del tamaño de un puño iba a ser entregado cual ofrenda.

Tal y como me temía, las aceras de mi barrio se encontraban dos palmos anegadas. Era de suponer que las calles cercanas a su hogar también se encontrarían en el mismo estado, por lo que mis pies jamás llegarían secos a su palacio.

Los nervios afloraban, y varias veces intenté llamar al portón de su casa, siendo todos mis intentos inútiles. Durante un instante alcé la vista al cielo, viendo surcar oscuras palomas rumbo a las gárgolas de aquella gótica estancia, cual mal presagio, que al son del abrirse de la puerta del palacio, se acercaba…

¡ Por Dios, que aquella misma mañana vi surgir de entre las sombras del palacio al mismísimo diablo! Aferrado cual fiera a los brazos de mi amada, y ella entregada a la pasión de un encuentro no obstante deseado.

¿Dónde se halla mi corazón? Duele tanto mi interior que casi parece haberse quebrado; peor aún… seguramente había sido extirpado, derramando su sangre a borbotones; mi sangre, que emanaba cual estruendo al son del crujir de la puerta, y del puñal que acuchillaba mis pupilas de su fiera mirada.

Pobre corazón esculpido, cuya desazón hizo precipitarse al vacío partiéndose en dos; por un lado el alma, y por el otro mi dolor.
- Pobre Edan – replicó ella, llevándose sus manos al corazón; cubriendo sus arañas negras que mordían en rededor. Lento y desafiante marchó su nuevo amante mirándome altivo y escapando de aquella situación “¡Ahí te quedaste!”, seguramente pensó. “Ahora mando yo”.


Daniel Villanueva
17/02/09

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