El Sol proyectaba los últimos rayos de luz en
la agitada barriada de Montmartre. Frenéticos, los comerciantes, desempleados,
artistas y otros parisinos deambulaban por sus calles aparentemente sin norte.
Semejante caos, cual hormiguero en situación de alarma, resultaba ser una
completa pesadilla a la hora de pretender alcanzar con la vista a quien estaba
siguiendo.
El Maître, un prodigioso anciano de blancos
cabellos y barba bien cortada, no hizo más que sorprenderme con su gran
habilidad a la hora de sortear viandantes. Cuán ridículo me pareció darme
cuenta de ello, ahora que me observaba desde una tercera persona y en sueños.
Claro que ¿sería aquel don producto exclusivo de mi imaginación? Mientras
esquivaba torpemente a los peatones que mi otro yo había evitado con facilidad,
me percaté de otra pregunta aún más vital e importante ¿Cómo saber si la
historia de Marié era cierta o irreal? ¿Sería sólo un producto más del sueño?
¿Una fabricación onírica? ¿Cómo era posible reflexionar tan sabiamente en el
inconexo mundo onírico?
- ¿Por qué se detiene? – me preguntó el
doctor, más allá del sueño. Hacía mucho tiempo que no me había dirigido la
palabra a lo largo de todo este viaje de cosechas de historias.
- Ficción – respondí - ¿Cómo saber si todo
esto es cierto?
- ¡Calle! – exclamó el psicólogo - ¿No ves que
le observan? – No se equivocaba; numerosos ciudadanos se habían detenido
también en seco, contemplándome fríamente.
- Creo que piensan que estoy loco – susurré.
- Suerte tienes – añadió el doctor desde el
más allá. Tras aquellas palabras, toda la calle miró al cielo, quedando
desconcertados ¿Acaso habrían escuchado también aquellas palabras? Aún así, sus
vidas resultaron serles más importantes. Dentro de la ficción se sentían
reales… y la realidad, pronto les obligó a continuar con sus destinos hacia
delante, generando el mismo caos de peatones, coches y carruajes, que habían
ocasionado antes.
Mientras tanto, el Maître había logrado
distanciarse enormemente. Tras abandonar la rue Veron y girar hacia la
izquierda en la rue Lepic, bien tuve que correr para no llegar a perderle para
siempre. Tal como esperaba, tras alcanzar la esquina que antaño mi otro yo había
tomado, todo cuanto pude ver fue un mar de incontables cabezas. Necesité un
tenso minuto de frenética búsqueda para encontrar mi cabellera, la cual
desaparecía entre el bullicio para girar y perderse por un callejón – El
callejón de la rue Lepic – exclamé.
- ¡Corra! - gritó una voz en el cielo, la cual
asemejé a la del inspector Ivanov. Así hice, situándome justo en la entada de
aquella ratonera. Nuevamente mi “yo recordado” había conseguido escabullirse
entre una multitud de espectadores y artistas; entre carteristas y
comerciantes; entre pintores, anticuarios y ebanistas. Aquel angosto rincón de
París era muy afamado por la venta de cuadros, el mercado ambulante y la
representación de pequeños espectáculos y obras teatrales. Atraídos también por
la muchedumbre, no eran pocos los diferentes tipos de ladrones y timadores que
se daban cita todos los días. Sólo se ausentaban los más peligrosos de todos
ellos: los políticos… si bien ellos eran los únicos que no necesitaban toparse
con nadie para poder robar. Fuera como fuere, el mero hecho de encontrarme me
resultaba casi imposible.
- ¿Cómo distinguir a una hormiga en un
hormiguero? – suspiré desalentado.
- Apártese – exclamo alguien situado tras de
mí. Sin tiempo para reaccionar, sus fuertes brazos me apartaron de su camino,
haciendo que cayera al suelo. Le maldije, mas mis palabras no surtieron efecto.
La blanca gabardina que le ocultaba marchaba a toda prisa a base de apartar a
los viandantes con la misma violencia que había hecho conmigo. Fue entonces, al
reincorporarme gracias a la ayuda de un joven, cuando pude advertir a escasa
distancia de semejante cretino al Maître.
- Buenas tardes, señor – dijo el cretino a mi
otro yo. El Maître parecía distraído observando un escaparate, cuyo contenido
no podía vislumbrar desde mi ubicación. Tras girarse y contemplar al caballero
de la gabardina, algo debió ver en él que no le gustó demasiado.
- Quizás deba disculparme – contestó mi otro
yo - ¿Nos conocemos?
- Sí; ahora sí – respondió violentamente.
- ¿Qué es lo que desea? – preguntó el Maître
con mayor inquietud.
- Su juventud.
- ¿Cómo dice? ¿No ve al anciano que tiene
enfrente? – dijo el “yo recordado” con sarcasmo. Todo cuanto sucedió tras esto,
transcurrió con gran celeridad. Sin mediar más palabras, el hombre de la
gabardina se abalanzó sobre el Maître, sujetando con fiereza el hombro derecho
del anciano, mientras que con su mano diestra palpaba el corazón del Maître.
Una extraña luz comenzó a fluir y a introducirse en la mano del agresor; una
luz que no podía describir.
- Calma; calma – Decía el hombre de la
gabardina – decía casi susurrándole – No debe mostrar miedo; o tal vez sí –
corrigió el agresor – No olvide que frente a usted tiene al mismísimo William
Nightmare.
- ¡Guardas! ¡Al ladrón! – gritó un
dependiente, señalando al temible caballero, quien había conseguido dejar
inconsciente y tumbado al Maître. Salvo el dedo acusador del comerciante, nadie
estaba dispuesto a delatarle, ni mucho menos a detenerle. El pánico cundió al
instante en las calles, donde todos comenzaron a huir despavoridos. Lejos
sonaban los silbatos de la gendarmería, la cual luchaba sin suerte a
contracorriente de la aterrorizada marabunta. Tras unos segundos de tremenda
confusión, sólo destacábamos cuatro figuras en el escenario: dos con rostro
idéntico; el mercader acusador y aquel hombre de inquietante rostro.
Al verme, todo cuanto pude sentir era un
profundo pavor; el más arraigado de los miedos, actuando cual gas paralizante.
- ¿Dos en vez de uno? – preguntó William con
gran sarcasmo.
- ¡No se quede ahí parado! – gritó el
comerciante - ¡Corra! – dijo, mientras trató de atizar con una escoba al señor
Nightmare. La suerte estuvo de parte del villano, quien atrapó sin dificultad
la misma escoba y devolvió el golpe al mercader, derribándolo igualmente al
suelo.
- Eso es – dijo William con malicia – ¡Corra!
– No hizo falta nada más para que le hiciera caso. Al igual que en las más
temibles pesadillas, mis piernas se volvieron de plomo, más la huída fue lenta
y angustiosa. Por doquier yacían decenas de ciudadanos, que en la huída habían
caído, e incluso habían sido pisoteados. Pese a mi tremenda torpeza, con cierta
suerte pude incluso infiltrarme entre la multitud, la cual seguía huyendo a
toda prisa. Aún así, Nightmare siempre conseguía mantener la misma distancia,
bien le atacaran o bien se topase con varios caídos que le obstaculizasen. No
era demasiado corpulento ni tampoco el más alto y fuerte; mas si había que
responder, sabía cómo hacerlo, y entre todos los presentes, era el más ágil.
Sus manos cada vez se encontraban más cerca;
su respiración cada vez era más perceptible. Sin duda alguna aquello no era un
sueño; era una pesadilla.
Daniel Villanueva
05/09/13
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