Al igual que el Maître, Marié también soñaba
con el escenario; seguramente con mayor nitidez que el propio y laureado
anciano. Todo había comenzado hacía muchos años, cuando ella no era más que una
niña de siete años.
“Era una mañana dominical de temprana
primavera. Mis ansias de jugar me habían llevado a escapar veloz de casa; un
rincón muy humilde y perdido en los suburbios más pobres de París. Cada día de
vida allí contaba como un logro para muchos. No había día de descanso en
aquellas calles, por mucho que lo desaprobaran los clérigos católicos más
ciegos y anquilosados en sus absurdas patrañas ¿Sería porque sus cepillos nunca
se llenaban lo suficiente? ¿Sería porque aún demandaban más sus grasientas
barrigas? ¡Cuánto reprochaban en sus fastuosos y dorados templos la falta de
humanidad y de decencia! La falta de honradez y solidaridad allá, donde todo
era pobreza.
Precisamente, tras abandonar los callejones
donde los dependientes de muchas tiendas regalaban los alimentos que corrían el
riesgo de estropearse y no habían sido vendidos, a punto estaba de alcanzar el
parque, donde muchos días me reunía con mis amigos. Terminando de masticar el
último bocado de manzana, pasé precisamente por la puerta del parque que estaba
custodiada a su lado por una antigua iglesia de piedra. Sin saber por qué,
aquel edificio me pareció más gris que nunca, mas sin prestarle demasiada
atención, lo dejé a mis espaldas y me encaminé hacia mi árbol favorito, desde
donde avisté a mis amigos. Salí corriendo alegremente hacia ellos, mas al
llegar, pronto me percaté de que todos se encontraban alicaídos.
– ¿Qué sucede? – pregunté intrigada.
– Se trata de Piére – respondieron.
– No ha venido al igual que otros ¿no es así?
– agregué vehementemente, siendo consciente de que no todos los días acudíamos
la totalidad del grupo, por muy diversas razones.
– Sí venía con nosotros, pero se encuentra en
la iglesia.
– ¿La iglesia? – exclamé muy extrañada.
– Marié: hoy Piére se encontraba especialmente
pálido – explicó Jacques, con su peculiar voz de niño valiente y aventurero –
Me contó que hacía dos días que no había comida en su casa, y que por desgracia
habían llegado tarde a los callejones.
– ¿Y bien? – repliqué impaciente.
– Piére siempre había tenido muy buen olfato:
especialmente para reconocer alimentos a gran distancia. Íbamos a entrar en el
parque, cuando él se quedó completamente paralizado; no era la primera vez que
atravesaba la puerta del parque y reconocía tan agradable aroma, mas esta
mañana no pudo reprimirse más.
– ¿Qué hizo?
– Junto a la iglesia, se encuentra adosada la
morada del padre Christophe. Piére sabía que el olor procedía de aquel lugar.
Sin pensarlo, presto se dirigió al muro de la vivienda, que igualmente
colindaba con el parque, más todos le seguimos. Lo que antes era inapreciable
para el resto de nosotros, en aquel instante fue perceptible por todos; incluso
para el más acatarrado. Semejante aroma a queso curado, especies y a chorizo,
eran una esencia irresistible y todo partía de una grieta existente en el muro,
cual pequeño resquicio.
– Piére dijo que tenía que llegar a esa sala y
que tenía sospechas de cómo hacerlo, pasando completamente desapercibido –
continuó con la historia Antoine, que era otro crío – Dijo que una opción
temeraria era entrando por la puerta de la iglesia. Todos conocíamos sus
tradicionales siestas en el confesionario, pero ¿y si despertaba? Teniendo en
cuenta aquello, todos parecimos desistir a semejante tentación, mas Piére
conocía la otra solución.
– Yo mismo la descubrí con Piére, un día que
jugábamos al escondite – retomó la historia Jacques, quien no quería perder el
protagonismo – Dentro del parque, a unos siete metros del muro de la casa y de
la iglesia, existe un gran árbol envuelto, cual falda, por un espeso matorral.
Éste no fue plantado al azar, pues bien pudimos comprobar que éste esconde un
pasadizo.
– ¿Un pasadizo? – grité, bañando mi alma en un
manantial de emoción.
– Así es – dijeron todos – Y conduce tanto a
la casa como a la iglesia del padre Christophe.
– Cuando jugábamos, nunca nos atrevimos a
avanzar más allá de la puerta del túnel, pero hoy Piére sí lo hizo – dijo
Jacques.
– ¿Entró sólo? – pregunté.
– No – sentenció Antoine – Fuimos todos con
él. Nos mordía la curiosidad por entrar en aquel rincón secreto, y también nos
mordía el hambre. Aquel olor a abundancia era capaz de fulminar a cualquiera.
– Al principio todo era muy oscuro y frío,
pero no tardamos en descubrir una escalera de madera y una trampilla, más otro
pasillo – prosiguió Jacques – Todos estábamos entusiasmados con semejante
aventura. Primero exploramos el segundo pasillo y así descubrimos la existencia
de una segunda trampilla: una para la casa y otra para la iglesia.
– ¿Os descubrió Christophe? – pregunté
angustiada. Todos los niños se miraron con tristeza.
– El cura se encontraba dando misa en aquel
instante. Casi nos descubre al abrir la trampilla de la iglesia, ya que al
levantarla, ésta se encontraba tras el altar y en frente, sus pies, dirigidos a
la mesa.
– Un sólo paso atrás para mantener el
equilibrio y realmente lo habría perdido. No fue así y cerramos la trampilla
con muchísimo cuidado. Sin duda, aquel era el mejor momento para entrar en la
casa.
– Al abrir la otra, no tardamos en descubrir
la puerta de la despensa gracias al olfato de Piére.
– ¡Una despensa enorme y repleta de comida! –
decían unos.
– Nunca he visto un lugar así – dijeron todos
– comimos como si la vida se nos fuera en ello…
– Pero perdimos la noción del tiempo – lamentó
Jacques – Y el padre Christophe nos descubrió ¡Jamás he oído a alguien
blasfemar tanto!
– ¿Blasfemar? – preguntó un niño sin entender.
– Insultar – aclaré – Sigue Jacques.
– El final lo puedes imaginar – dijo triste –
Todos pudimos escapar menos Piére, que en el último suspiro fue atrapado por el
cura – Jacques agachó la cabeza – Desde entonces no le hemos visto.
– Seguramente sigue castigado dentro – añadió
Antoine.
– Eso me preocupa – exclamó Marié – ¿Y si
entramos a buscarle?
– ¿Y qué será de nosotros si Christophe nos
alcanza? – gritó Antoine asustado.
– Él es uno; nosotros somos más – afirmé –
Rescatemos a Piére; él sólo entró allí por hambre ¡No es justo! – aquellas
palabras, propias de una revolución, nos dieron fuerzas a todos. Al adentrarnos
en aquel pasillo húmedo y tenebroso, no había temor fluyendo por nuestras
venas, sino adrenalina e ira, en pos de una sed de justicia recién descubierta.
Sigilosos pero decididos, ascendimos por la
trampilla de la casa, la cual comunicaba con el pasillo central de la vivienda.
A nuestras espaldas se encontraba la puerta de la despensa medio abierta, y
frente a nosotros, la silueta de una sombra siniestra reflejada en otra puerta
¿Adonde llevaba? Todavía no lo conocíamos. Sólo yo fui quien decidió iniciar
los primeros pasos hacia aquella habitación, cuya puerta blanquecina se
encontraba sólo un palmo abierta. Cuán terribles sonaban los gritos y los
llantos de Piére, al parecer apagados por lo que podría ser una mordaza.
Antoine y unos cuantos por un momento, habían
parecido ignorar la llamada de auxilio; sin pedir siquiera permiso, volvieron a
entrar nuevamente en la despensa para tomar y arrojar cuantos alimentos
pudieron por la trampilla, antes de que se desataran los nuevos
acontecimientos.
Fue Jacques el primero en advertir mi rostro
petrificado, tras contemplar por vez primera lo que de verdad en aquella
habitación estaba sucediendo: frente a mis ojos, pude ver la viva imagen de un
demonio torturador; un diablo enmascarado cuyas manos hacía mucho tiempo que se
mancharon, siendo en este caso la sangre de Piére la última mota de un pasado
posiblemente aún peor.
Amordazado con su propia camisa y maniatado en
la cama del padre con varias tiras de esparto, Piére no paraba de sangrar por
la espalda, tras la tremenda paliza que había sufrido con una vara de madera,
que aún portaba el sacerdote en la mano. Al parecer, Christophe se estaba dando
un descanso, para seguir instantes después fustigándolo. Por suerte no fue así.
– ¡Aparta Marié! – gritó Jacques, justo antes
de lanzar al cura una silla, directa a su cabeza. Apenas tuve tiempo para
reaccionar; por suerte Christophe tuvo muchísimo menos tiempo. Tras recibir el
impacto de la silla de hierro y madera en su espalda y en la cabeza, no pudo
evitar caer de rodillas al suelo y gritar con terrible fiereza. Un segundo
impacto de un crucifijo de bronce en la frente lo dejó completamente tumbado en
el suelo, aturdido y preso del dolor. Sin duda aquel era el momento de liberar
a Piére.
Me levanté también del suelo con gran
presteza, para acercarme a la cama y desanudar los cabos del desgarrador y
pestilente esparto con el que el chico había sido atado.
– ¡Demonios! – gritó el sacerdote,
completamente fuera de sí – ¡Marchad todos al infierno! – continuó gritando,
mientras a duras penas trataba de incorporarse. Piére y yo corrimos hacia la
trampilla, pero ésta se encontraba ocupada por varios niños, quienes tras
destrozar parte del mobiliario de la casa, se encontraban escapando por ella.
Fue por ello que finalmente decidimos huir por la propia puerta principal de la
iglesia.
Todos habíamos escapado a salvo. Incluído
Jacques, quien se atrevió a plantarle cara al párroco por más tiempo,
arrojándole todos los objetos que encontró a su paso, antes de desaparecer por
la trampilla.”
– ¿Qué tiene que ver aquello con el teatro? –
le pregunté a Marié, quien, sentada desde la mesa de su camerino, terminaba de
eliminar las lágrimas que cubrían su rostro tras narrar aquella historia.
– Llevamos a Piére con urgencia a casa de sus
padres, donde su madre lo vio con gran preocupación. Cuán duro es escuchar el
llanto de las madres cuando la sombra de la muerte sobrevolaba cerca de sus
hijos. El pequeño de ocho años estaba realmente exhausto y con la mirada
perdida. Rápidamente lo llevamos a su humilde habitación para acomodarlo y
curarlo. Josephine, su madre, presta había traído un cuenco con agua limpia y
unos paños, con tal de limpiarle todas las heridas que dibujaban su espalda
¡Cuán cruel había sido el párroco! – exclamó Marié, rompiendo de nuevo a llorar
– Recuerdo muy bien con qué fuerza me agarró él la mano, como si fuera el único
sustento que le aferraba a la vida ¡Pocas veces vi a alguien tan cerca del
precipicio!
“Una hora después, su madre y yo al fin
terminamos con las curas de su demacrada espalda. Las vendas que una vecina nos
había proporcionado altruistamente le habían envuelto como si llevara una
camisa.
– Muchas gracias Marié – me dijo Piére,
susurrando.
– De nada – respondí, lanzándole una escueta
sonrisa de complicidad. Fue entonces cuando liberó mi mano, para dirigirla
hacia mi rostro y regalarme una caricia. Su madre por aquel momento se había
ausentado para atender a la puerta de la casa, donde estaban llamando. Segundos
después, todos los niños del parque habían acudido en masa para darle ánimos al
pobre muchacho. También trajeron consigo parte del botín sustraído de aquella
maldita despensa. El hambre nos azotaba a todos, pero más grande era nuestro
amor por un amigo.
Cercana la hora del almuerzo, todos se
marcharon a sus respectivos hogares. Yo también estaba a punto de marcharme,
cuando, tras besarle cariñosamente en la mejilla, noté cómo Piére dirigió su
mano hacia el bolsillo de su pantalón.
– Toma – me dijo, mostrando un papel.
– ¿Qué es eso? – pregunté intrigada.
– Es un regalo. Siento decir que me lo
encontré en la casa del padre Christophe – contestó – Pero tú mereces más que
él asistir y disfrutar esta noche del teatro. Es una pena que sólo tenga una
entrada, mas en estas condiciones no creo que pudiera acompañarte.
– ¿Te gusta el teatro? – le pregunté.
– Mucho ¡Es algo maravilloso! Espero poder ir
pronto contigo.
– Así será – sentencié. Esta vez mis labios se
dirigieron a su frente al despedirme. Tras salir de su habitación fue su madre
quien me abrazó fuertemente y me dio las gracias por toda ayuda.
– Ven cuando quieras – me dijo – espero
ofrecerte todo lo que pueda.
– Muchísimas gracias señora.
Al salir de aquella humilde morada me dirigí
rápidamente hacia mi casa. La felicidad me invadía al saber que Piére iba a
poder ver la luz del mañana; al menos esa era mi esperanza. Llena de emoción a
causa de tan increíble presente, no cesé de preguntarle a mi madre todo cuanto
sabía acerca del teatro. Lamentablemente no fue mucho lo que pudo contarme.
– Sé que hay obras buenas y malas; actores
buenos y malos. Sé que existen comedias y dramas… y que dicen que hay
directores que parecen magos.
– ¿Magos? – pregunté asombrada.
– Así es, mi niña. Tan pronto son capaces de
hacerte reír como llorar.
– Yo no quiero llorar – exclamé – si es así,
que sea de alegría.
– Todo es posible, hija mía – contestó
vehementemente mi madre – Ahora bien.
– ¿Sí, mami?
– No estoy muy convencida de que vayas sola
esta noche al teatro. No sabemos siquiera si éste es de alto o bajo caché; y
ahora que lo pienso, no sé en cual de ellos estarías más segura.
– ¡Pero es un regalo! ¿Qué haré si Piére
mañana me pregunta? Se sentiría muy decepcionado.
– Es peligroso – repuso.
– Acompáñame entonces a la puerta.
– Ya veremos – zanjó – hablaremos luego con tu
padre.
– Por favor ¡Convéncele y llevadme al teatro!
– ¿En serio no prefieres jugar por el barrio?
Si quieres te dejo jugar más tiempo esta noche.
– No sería justo – repliqué.”
– ¿Te llevaron entonces? – le pregunté a
Marié.
– No, evidentemente – me respondió – mas sí me
acogí a la enmienda de estar más tiempo en la calle. A fin de cuentas, tendría
todo el suficiente para llegar del teatro a casa.
– Muy inteligente.
– “Llegado el momento, me arreglé a toda prisa
y huí dirección al teatro. Tenía muchas preguntas acerca de cómo sería aquello;
afortunadamente pronto hallaría todas las respuestas.
El cielo, próximo al ocaso, se encontraba
decorado por un intenso color rojizo, acentuado por las caprichosas nubes,
cuyos tonos cambiaban en mil matices desde el rojo más puro al más bello
anaranjado. Era sin duda una tarde preciosa.
Recuerdo igualmente que aquella calle aún
funcionaba con farolas de carburo, y que precisamente en ese mismo instante, el
farolero se cruzó en mi camino, saludándome cortésmente con un “buenas noches
señorita”. Tras su sombra, finalmente contemplé en todo su esplendor las
puertas del teatro: no ha sido el más grande; ni el más bello… después de todos
los que he conocido. Mas ya sabes que todos guardamos cierto cariño y recelo
con respecto al primero que conocimos.”
– Sí – suspiré – Así es – Cuán extraño me
sentí en aquel preciso momento. Como en el filo de la navaja, mi memoria pareció
hallarse en el límite entre la amnesia y el recuerdo.
– ¿Cómo era el tuyo, Maître? – permanecí
callado unos segundos, mirándola fijamente a sus ojos dulces y a la vez
penetrantes.
– No sabría decirlo – Vívidos destellos de
memoria parecían invadirme, cuales rayos en una tormenta – Veo un excelso
teatro, repleto de gente aplaudiendo.
– Magnífico – dijo ella – Sin duda tuviste
mucha suerte – exclamó admirada, añadiendo aún más dulzura en su joven rostro,
con una tierna sonrisa – Tal vez sea la magia el nexo común de todos los
comienzos.
– Cuenta – le rogué.
– “Con paso firme me dirigí al portero, tras
aguardar el tiempo necesario en la cola. Aún recuerdo con cariño aquel instante
en que éste casi llegó a ignorarme y le pidió el ticket a aquellos que se
hallaban a mi espalda. Con cierta prepotencia, carraspeé, como bien sabía hacer
una niña orgullosa.
– ¡Vaya, vaya! – exclamó el portero – ¿Qué
tenemos aquí? ¿Te encuentras perdida? – preguntó, con cierta sorna.
– No – sentencié firme – Vengo a ver la obra
de teatro.
– Pero… no es posible – respondió titubeante –
¿Dónde están tus padres?
– No pueden venir – agregué – Con mucho
esfuerzo han reunido el dinero suficiente para conseguir esta entrada y heme
aquí, dispuesta a ver mi primera obra ¿Sabe?
– Pero ¿no te han acompañado al menos hasta la
puerta? No podría dejarte pasar si es así.
– Perdone – comentó la anciana señora de
atrás, quien esperaba impaciente – ¿Va a atendernos ya? ¿Por qué no aparta a la
niña hasta que se solucione el problema?
– Claro Madame; así haré – El mundo se habría
convertido en ruinas, de no ser por la rápida intervención del destino.
– Señor Tissier – dijo una voz adulta y
masculina tras la puerta del teatro, dirigiéndose al portero – ¿me disculpa un
momento? – Éste tras girarse palideció tremendamente
– Eh ¡Sí! Quiero decir… que estoy a su
disposición – contestó nerviosamente.
– ¿Qué es lo que sucede? – preguntó el
caballero con firmeza – Me ha parecido oír que no se le permite el paso a una
joven y angelical niña ¿Es eso cierto?
– Son las normas del teatro ¿No es así? – Fue
entonces cuando distinguí por primera vez a aquel hombre; o a aquel joven
quizás. Todo el color de la piel que el portero había perdido en su tez parecía
haberlo adquirido aquel alto y esbelto caballero de negras y elegantes
vestiduras.
– ¿Normas? ¿Me acompaña un momento? – Sin
esperar respuesta alguna, el joven de identidad aún desconocida asió por el
brazo al señor Tissier, dirigiéndolo hacia el cartel de la obra – ¿Ve el
cartel?
– Sí señor; lo leo perfectamente: Memorias de
un sueño, por…
– En efecto sabe leer; ahora bien ¿Lee usted
alguna norma?
– No, pero el teatro…
– ¿Ve alguna norma inscrita en la fachada del
teatro? ¿Alguna grabada quizás en otro lugar? ¿Alguna en concreto prohíbe la entrada
a los niños?
– No señor – respondió tembloroso.
– Si es así ¿por qué no le cede el paso a esta
preciosa niña?
– Pero ¿Y el dueño del teatro?
– Su jefe resulta ser un gran amigo mío. Si se
preocupa por él, le aseguro que yo también velaré porque todo aquel con billete
pueda entrar a disfrutar mi obra de teatro – zanjó – Muchas gracias.
– Disculpe las molestias, señor director.
– No es a mí a quien ha hecho perder el tiempo
– finalizó, retirándose al interior del teatro, mientras sonriente y ávido se
cruzó ante mi vista, guiñándome un ojo.
Fue entonces cuando el portero me cedió el
paso hacia el interior de aquella fábrica sueños. Tras mis pasos pude escuchar
cierto murmullo; al parecer alguien había acudido al portero para denunciar la
pérdida de una entrada. Por suerte, ya había escapado de las temibles garras
del padre Christophe y me hallaba en la seguridad del patio de butacas, del
escenario y de aquel olor a antiguo tan distintivo y de difícil olvido. Todo
cuanto vi a continuación fue pura magia; toda una revelación ¡Un todo!
Espectáculo ¡Teatro! Y es ahora cuando debo dejarle marchar.”
– ¿Cómo dice? – pregunté extrañado.
– Creo que el hombre a quien sigue se escapa –
me advirtió Marié, señalando con su dedo índice a través de la puerta, donde a
lo lejos se hallaba mi otro yo.
– Entonces sabe quién soy – pregunté.
– Sé que si no logra su objetivo, esto no
habrá sido más que un vulgar sueño ¡Adelante pues!
– Ha sido un placer conocerla – exclamé – Aún
más.
– Creo que más bien ha sido hoy cuando ha
tomado interés en conocerme. Lástima que haya sido sólo en el mundo onírico –
sentenció – Y ahora márchese – Olvidando por completo mi presencia, Marié tomó
de un cajón una venda, y con notable dolor, comenzó a envolver su frágil y lastimado
tobillo. Como un flash, había recordado lo duro que había sido con ella en el
ensayo mientras bailaba; y el momento de su lesión tras haberle exigido tanto.
Medité brevemente acerca de aquello, mas preso
de la misión que se me había encomendado, tomé mis pasos rápidamente hacia la
puerta, donde mi “yo recordado” hacía unos segundos que había salido. Tras
doblar varios pasillos y tomar una última puerta, fueron las calles de París
las que finalmente descubrieron a mi temible enemigo ¿Quién era?
Daniel Villanueva
26/08/13
No hay comentarios:
Publicar un comentario