Luego el Espíritu llevó a Jesús al desierto
Para ser tentado por el diablo.
(Mateo 4, 1)
Cuarenta kilómetros después de aquel altercado, mitad a pie y mitad a caballo, al fin decidí parar mi marcha en las inmediaciones boscosas de La Charité-sur-Loire. Agotado por el largo viaje durante la jornada, apenas me quedaban fuerzas para montar el campamento.
Y tal vez muchos se pregunten qué hace un cartero, por muy pobre que fuese, pernoctando en la intemperie en vez de en un cálido aunque humilde techo. Quisiéramos o no aquellas tierras eran germanas, mas en aquel pueblo no había nadie de correos que pudiese ayudarme. De buena gana me habría quedado a dormir en Nevers, donde aún quedaban algunos empleados y los restos de una antigua oficina postal, pero esta es la vida del repartidor de correo, máxime si es urgente: desafiando la historia y el tiempo; la escasa economía y un frío adverso.
A toda prisa, antes de que la noche exterminase toda luz en aquellos verdes y húmedos robledales, estiré la lona verde impermeable que conformaría mi suelo. Acto seguido levanté las dos varillas donde coloqué encima la lona del techo. Una vez terminé de fijar los vientos, apenas quedaba luz bajo el manto de las copas de los robles. Seguramente cualquier despistado o inepto habría respirado tranquilo al terminar dicha tarea, mas bien sabía que aún me quedaba por hacer lo más importante… y me faltaba tiempo.
Apenas a dos metros se distinguía cierta algarabía. Como pude, encontré el máximo número de leños alrededor de la tienda, seleccionando primero los más secos y delgados para hacer fuego; cuánto me alegré de que los alemanes no requisaran una lata de queroseno presente en mi mochila ¡Justo a tiempo! Luz, calor y fuego.
La noche, aunque fría, parecía que iba a ser agradable. Únicamente parecía inquietarme aquella carta tenuemente iluminada por las llamas de la hoguera ¡Cuánto riesgo pensé que había corrido esta mañana! Ojala no tuviera más tropiezos como aquel en todo el viaje, mas pobre de un cartero en tiempos de guerra; pobre como aquellos campos invadidos, poblados de aldeanos asustadizos y valientes de reluciente esqueleto. Bien sabía que aquel incidente no había sido más que el comienzo.
- Y todo por un sobre – suspiré con desdén, mientras fuera; alrededor… tan sólo las ramas de los árboles se quejaban de la insolente brisa acariciando sus cuerpos. Una fría mirada incidió sobre aquella carta sin remite que únicamente había creado desconcierto ¿Merecía realmente la pena recorrer tantos kilómetros de territorio invadido, por un correo potencialmente requisable por un pelotón de fusilamiento? - ¡Maldita tentación! ¡Santa paciencia! – Me decía una y otra vez mientras trataba de atrapar el máximo calor que una fina manta me podía reservar.
Una y otra vez pensaba en cada una de las inclemencias que habían acontecido: desde la avería del coche hasta el bombardeo de las vías del ferrocarril ¡Cuán inteligentes parecían ser los alemanes, devolviéndonos atrás un siglo! ¡Y cuán duras podían ser las jornadas hasta Rouen en estos días de casi invierno!
No obstante había algo que me reconfortaba; una especie de llamada que hacía muchos años, allá en los tiempos que era niño, jamás había vuelto a sentir y oír: por primera vez en dos décadas había sentido la cadencia del río; el tañido de sus suaves aguas; por primera vez en una veintena de años los pájaros cantaban para mis oídos, mientras el aire mecía las ramas de los árboles; por vez primera en decenios atendía al crujir del suelo con mi pisada y el acompasado paso con son de clave de Rodrigo. Así finalmente desplegué mis alas hacia los días en que era un crío, donde con astucia trepaba por los árboles para contemplar la inmensidad del bosque desde lo más alto, donde quizás jamás nadie tanto habría subido.
Largo tiempo ha que se hizo la noche. Presto me apresuré a reavivar un poco las llamas de la hoguera, preparando así el preludio a la cena que con mis pensamientos casi había olvidado. En cuestión de varios minutos asé varias porciones de carne hasta conseguir el dorado perfecto, más eché mano de varios frutos y una pieza de pan que compré en un pueblo ¡Qué comida más agradable! Jamás había disfrutado tanto con una cena desde hacía muchísimo tiempo, saboreando al máximo todas las piezas que llevé a mi boca.
Esta vez el sobre se ha salvado – susurré – La carta llegará a su destino – Así anoté en mi diario justo antes de prepararme para dormir – Arriba las estrellas y los robles me brindaron su último guiño a la magia, creando un falso techo de brillantes enramados. Abajo la luz del fuego me arrebataba en su círculo protector aquella filigrana, observable tan sólo a escasos metros; mas cuánto calor sus brazos ardientes aportaban; justo el necesario para proseguir el largo, duro y necesario camino. Las tentaciones siempre aguardan; las miradas atrás siempre son frecuentes para el que nunca ha recorrido senderos que en sus vidas se han entrometido ¿Dónde hallar el fuego? ¿Cómo prolongar la llama? Sin duda muchos la han perdido.
Daniel Villanueva
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