El leve sonido y el tacto del viento habían logrado despertarme, haciendo estremecer mis cabellos en las mejillas y transmitiéndome todo su frío intenso. Sin abrir los ojos, me daba cuenta de todo cuanto alrededor acontecía, o lo que al menos imaginaba en sueños. Sentía la nieve donde reposaba mi cuerpo, distantemente helada como si ésta únicamente fuera un efecto; sentía el mecer de las ramas de innumerables árboles, cual arco a un violín excelso; las pisadas de un furtivo lobo en busca de alimento; el cantar en alguna parte de un mochuelo jamás perdido en aquel inhóspito invierno. Escuchaba unas ligeras campanillas, allá o acullá, tal vez producto de la imaginación en aquel magnífico sueño. Tan sólo una fina camisa me cubría, mas tan sólo sentía fresco; algunas motas de seca nieve en mi rostro se revolvían, mas jamás sentí dolor ni entumecimiento en la nariz o en mi cuerpo.
Un último cántico de la remota rapaz de antaño hizo abrir mis ojos, descubriendo aquel hermoso manto blanco y azul que cubría aquel oscuro y sombrío páramo; descubriendo los retorcidos troncos de los árboles, ondulados por el viento; el lobo que antes escuchaba discurrir y que atentamente me observaba, cual siervo al amo, dejó escapar una tierna mirada infantil justo antes de desaparecer, cual fantasma errante, mas sin transmitir jamás miedo.
Levanté el rostro hacia arriba, hallando entre las nubes una tímida silueta, blanca y hermosa, vestida con blancas sedas; mostrando únicamente su mirada que embelesa… Luna la llaman; toda una auténtica doncella.
Escuché nuevamente aquellas extrañas campanillas, cual crótalos dorados convertidos en lucecitas graciosas, que luchaban contra la niebla. Cuán hermosas parecían en la distancia aquellas luces que distraídas se acercaban, diminutas y traviesas. Mi respiración se aceleraba; pese a estar tumbado, mi mano, una vez salvada la distancia, trataba de jugar con ellas. Algunas me hacían leves cosquillas, entrando por la manga de la camisa y escapando por el cuello, posándose luego en mis mejillas y calentándolas cual caldera, como si todo fuera un juego; otras simplemente bailaban alrededor del codo, describiendo rápidos giros y apartándose rápidamente hasta las piernas, regresando de nuevo.
Mas ¿Cuál era su naturaleza? Sin dudar, tomé suavemente con mis dedos una de aquellas lucecillas, similares a una gota de agua encendida y la acerqué a la vista, mostrándome ella las llamas de un intenso infierno. De pronto aquella gota de luz creció ante mi vista, empapando toda la camisa para finalmente envolverme y observar bien de cerca el voraz incendio que todo absorbía, la consumía y me abrasaba sin remedio.
¡Atrás! ¡Atrás voraces llamas, no maltraten mi cuerpo! ¡Atrás, realidad oportunista, que me tratas cual juguete viejo, ajado por tus caprichos y abandonado en el desconsuelo!
Abandonada toda esperanza, abdicando ante el poder del fuego griego, pude observar la semilla y la salida de aquel temible paradero: danzando airosa en mitad de todo el tormento, una brillante y azulada gota de agua fría vino a acercarse, ofreciéndome consuelo. Tiempo era para una nueva inmersión; para entregarme a la fantasía y la calma del mundo interior; de escapar de las llamas, convertidas únicamente en esferas, agitadas e inofensivas; danzantes y perdidas en el frío más plácido y conservador, lejos de la árida realidad, cruel y yerma.
Daniel Villanueva
16/09/11
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