Eran las 23:00 h. en una cálida noche de verano… lentas y sofocantes las paredes del salón de mi hogar irradiaban todo el calor absorbido durante el día. De nada servían las ventanas abiertas; de nada abrir las puertas; de nada beber agua, caliente por proceder de la tubería.
Desde luego no sabía qué hacer con semejante ahogo ¿Ayudaría incluso a este bochorno el desorden que mi casa mantenía? Allá y acá yacían cientos de felicitaciones, libros e infructuosos manuscritos, inundando parte del suelo, las mesas y las estanterías. No había folio que no estuviera caliente ¿Sería que la celulosa la temperatura mantenía? ¡Maldita sea! ¡Más quisiera poder vivir en una jarra de agua fría! ¿Sería buena opción huir de estas paredes? Pobre de mí, que no lo sé: fuera… allá donde mi cuerpo conquistara un rincón, una sombra mitad humana, mitad arpía, acecharía para embaucarme en empresas de deshonrado nombre; dentro… la culpa de toda aquella desgracia me torturaba presidiendo la principal estantería. Suerte tiene ese diabólico volumen que la temperatura supere los treinta grados a estas horas tan tardías; con buen gusto hacía arder ese libro cual antorcha en la umbría.
No obstante, aquella última mirada odiosa y vergonzante hizo recordarme a la masía del que procedía. Cerré los ojos apesadumbrado, visualizando aquella fachada blanco grisácea y sus cortinas rosadas… aquellas que antaño advertí deshonestas y baldías.
¿Qué sería de aquel negocio situado más allá de las afueras, al borde de una carretera antigua? Tal vez sería difícil de imaginar, mas conociendo el día al que nos encontramos (viernes) más la hora que marca el reloj de la estantería , casi podría jurar que aquella posada bien podría estar repleta de odiosos escritores, al son de un animado piano y la danza de las “concubinas”. Todas ellas escudriñadas; a punta de pluma y negra tinta; desangradas en verso; retratas; compuestas; compartidas ¡Ay, de aquellos poetas cegados por la mascarada del frenesí! Por las palabras escritas a su manera, mas con la misma historia, en la mesa siete, en la catorce, en la del día de mañana y en la del cliente número nueve mil.
Cuánto apostaría que mi antaño musa, salvo servicio y cizaña, bien rondaría asomada en el pasillo, o danzando entre la muchedumbre, cálida y “pueril”. Pero ¿Qué importa? Aunque… ¿Qué curioso? Seguramente fuera mi inexperiencia en un servicio como aquellos; tal vez los nervios o la vergüenza al desfilar en un lugar así… mas ¿por qué no le presté la debida atención a aquello?
– Suena interesante la última puerta – dije en su día a la señora del mostrador.
– No es posible – contestó con su inconfundible y áspera voz, en un tono muy desagradable.
– ¿Cuál es la razón? – le pregunté algo indignado.
– Reformas – sentenció. Cuánto me costó esta vez distinguir su voz de la de un hombre.
A partir de aquí todos conocéis bien hacia donde caminaron mis pasos. Del mismo modo conocéis hacia dónde se tornó mi mirada justo antes de entrar. ¡Ignorante! Hoy día bien lo sabes ¿Cómo es posible usurpar la categoría del amor a una historia barata? ¿Cómo es posible burlar los cimientos del corazón, plagiar sus planos y reproducirlos por cientos en papel sin valor, mas con fama? He de negarme a ello en rotundo; todo menos el amor; todo menos la inocencia interpretada por una arpía descarnada.
La negativa hizo la curiosidad; la curiosidad la desolación, más la duda de que aquella corrupción verdaderamente pudiera suceder; la desolación a un ápice de esperanza; ésta a huir de casa, recurrir a un autobús y luego a mis pies, en una travesía larga. .
Serían ya las 4:00 h. de la madrugada, cuando tras 2 horas de agitado paseo, la verja de aquella casa tenuemente iluminada quedó tras mis pasos. Nuevamente pude observar el mensaje de bienvenida de aquel negocio de musas de alquiler: “Vierta mil folios de tinta a precio de excepción; visite a nuestras musas en la casa de la inspiración”
– Bienvenido seas – me dijo la regente de la casa – De nuevo – añadió airosa y enorgullecida – ¿Y ahora qué? ¿Vas a hacer el papel de que jamás me has visto? – prosiguió, cual pobre guión de teatro.
– Ahórrese el sermón – zanjé algo enfadado ante su comentario – Como ves he regresado, pero no esta vez esperando un mísero relato.
– ¿Entonces qué? – respondió desafiante más a la vez desconcertada, aquella señora.
– He venido a denunciarla por falsificación – aquellas palabras rápidamente produjeron un repentino y frío silencio en el aún poblado salón. Tal y como había intuido, no muy lejos de la barra se hallaba ella, mi antaño musa, observando atónita aquella situación.
– ¿Cómo se atreve? – gritó ferozmente la dueña del negocio, esperando ser escuchada por todos aquellos oídos.
– Está bien – repuse con la voz más sosegada y tranquilo – Déme usted pues la habitación número quince – Bien pude intuir cierto murmullo entre el personal.
– ¿Qué te hace pensar que vaya a darte la llave tras estas maneras?
– Bien sabe que debe hacerlo: cuestionado está su negocio, ese número más su palabra – nuevamente reinaba un espeso silencio; tan espeso como el caldeado ambiente del salón, plagado de ondas de humo de tabaco y cierto aroma a ron.
– ¿No crees que puede estar más en juego tu palabra con respecto al amor? – contestó fría y aguerrida la casera, haciendo estallar un profundo resoplido en los espectadores.
– No es mi palabra sino el concepto – respondí tratando de extirpar mil puñales.
– ¿Acaso no tiene claro cual es su concepto? – reincidió con su bífido puñal, victoriosa. Jamás pensé que aquella señora pudiese alcanzarme con tanto daño. Sorprendentemente, todas las miradas que había conseguido fijar en ella, en mí se habían clavado ¡Madre mía, cuánta humillación! Bien pude aprender que jamás debería menospreciar a alguien – Vaya, vaya ¿Ya no le quedan palabras, señor? – derrota y fin de la batalla. Largo tiempo todos los presentes del salón anduvieron comentando entre ellos aquella escaramuza verbal, mientras mi ego trataba de esconderse entre la muchedumbre cual gato tembloroso y agazapado. Casi pensé que la mala fortuna a mi puerta había llamado – No me provoque – finalizó ella casi susurrándome, dejando la llave número quince a mi alcance en la mesa, justo antes de dar media vuelta y retirarse – Ahí tiene lo que me pide – añadió mientras se disipaba su cuerpo tras un gremio de narradores. Nuevamente me dejó sorprendido.
– ¿No va a cobrarme? – pregunté con la voz temblorosa y sumido en la vergüenza.
– ¿Le pondría usted precio al amor? ¡Vaya pues un poeta! – Casi pude leer en los ojos de quienes la escucharon una profunda ovación a favor de la casera tras semejante escarmiento. A punto estuve de cometer una fatalidad sumando un último comentario, mas la razón y el no querer destacar bochornosamente aún más en una noche tan desafortunada, lograron reprimirme.
Frente a mí se encontraba aquella llave: tan sencilla como siniestra ¿Qué clase de persona aguardaría tras esa puerta?
– Amigo ¿Desea un trago? – dijo una voz familiar procedente tras mis espaldas.
– No, gracias – contesté dándome la vuelta ¿Quién iba a ser, si no la chica de la puerta once?
– ¿Acaso pensabas que te ofrecía una copa? ¡Quería que me invitaras! – comentó sonriente.
– No esperaba más – agregué, logrando arrancar una leve carcajada suya, que finalizó con un leve mordisco en sus labios.
– Ya sabes que me gusta ser indiscreta, pero ¿por qué la puerta número quince? ¿Acaso no querrías pasarte por mi habitación un rato? – me preguntó, más lasciva que nunca.
– No te esfuerces en mí; la noche es larga y seguro que encontrarás trabajo.
– ¡Lástima! – suspiró cerrando sus ojos al son del giro de sus piernas.
– ¡Pero antes de que te vayas! – exclamé agarrándola por los hombros, antes de que su sombra se disipara.
– Dime – respondió dándose sensualmente la media vuelta, como si con sus hombros estuviera acariciando mis manos.
– ¿Sabes quién hay tras esa puerta? – le pregunté algo nervioso.
– Pues claro… el amor – respondió, despidiéndose con sus atrevidos pasos y desapareciendo entre la multitud, que escasos minutos hacía que habían olvidado mi episodio anterior.
– El amor – me reafirmé, prácticamente sin encontrar respuesta.
Nuevamente tuve que enfrentarme a aquella escalera, sin saber quién me esperaba tras una de esas puertas del largo pasaje. Para colmo ésta no se encontraba cerca; era lo único que sabía: esta vez mi puerta se hallaba al final del pasillo.
Rápidamente logré cruzar la cuarta y sexta puerta… la primera con ojos de deseo, pues nadie se resiste al propio nombre, y la segunda casi ignorándola por completo. Bien recordé el nombre de la puerta siete, pero ¿por qué el nueve no lo recuerdo? Cuanta risa me produjo el grabado de su puerta; bien valdría para escribir una comedia. Tras ella bien sabía que se hallaba la puerta once, cerrada mientras la loba no cazase un cordero; y frente a ella la doce, cuyo nombre me trajo otro divertido momento.
A partir de aquí casi podría abrazar el último número, cuyo nombre casi parecía estar grabado a fuego. Sólo había que atravesar la escolta de la lujuria y del juego ¡Madre mía! ¿Qué hacer en este momento?
Nuevamente las dudas invadieron mi cuerpo ¿Sería licito hacer lo que estaba aconteciendo? ¿Por qué el amor, aquel pasional y verdadero, debía estar en un prostíbulo de ideas y enredos? Bien sabe esta llave que me tiembla el pulso; bien sabe el cerrojo que tardaré en hacerlo sonar, pues no solo se agita mi mano, sino mi cuerpo entero.
Delante la duda; detrás una rubia de ojos verdes, representando al infierno.
– ¿Pasarás? No me lo creo – exclamó desafiante mi antaño musa al inicio del pasillo. Sin duda cierto tiempo me hizo dudar, mas al final me decidí a ello.
– ¿Por qué no arriesgar? – espeté – Ahora lo entiendo – Sin dilación, finalmente mi mano alcanzó con la llave el pomo que abriría mi deseo. Suena abrirse la puerta; también una lágrima derramarse… no de la puerta, sino detrás mía a unos metros.
Poco a poco la luz de la luna fue iluminándome, al igual que una suave brisa me fue envolviendo.
Aquella puerta no era más que la salida de emergencia; la salida del infierno.
Daniel Villanueva
12/06/09 – 23/06/09
1 comentario:
Un simple gracias no basta. Supongo tendrás que mirarme a los ojos para saber lo que en mi ánimo causa.
Publicar un comentario