martes, 14 de agosto de 2012

The Second Exploration. Capítulo III. Le maître


Faltaban cinco minutos para el estreno de la obra. Engalanado, como todas las noches cuando el protocolo lo exigía, no cesaba de dar vueltas y vueltas por los pasillos del palco de honor ¡Cuán incómodo resultaba atender a cuantos uno no quería! Más aún ante aquellas inesperadas circunstancias referidas a mi memoria. Por suerte, sólo era mi nombre el olvidado, y no los pertenecientes a aquellos peces gordos, nadando allá donde deseaban en aquel singular acuario. Su alta pomposidad y elegancia diferían con su proximidad a la geriatría y el pestilente hedor de sus almas ¡Cuán desagradables resultaban! Al menos, si tan siquiera uno se dignara a pronunciar mi nombre…
– Maître – me avisó un acomodador – El público ya se encuentra acomodado en sus asientos y ansiosos por el inicio de la obra – Qué decepción al no haberme nombrado como debía ¿Por qué demonios París decidió adoptarme con dicho nombre?
– No todos han llegado aún – protesté, acercándome a sus oídos – Por ahí desfila el último mequetrefe, pretendiendo acceder gratis a cambio de mi propia salvación – Sonriente y altanero, el psicólogo que estudiaba mi caso hizo acto de presencia en el teatro – Termine de acomodar a los “pellejos” de oro; de ese caballero que desciende me encargo yo.
– Así sea – obedeció el empleado.
Altivo y sonriente, el doctor iba aproximándose a través de las desgastadas escaleras, testigos de un antaño tiempo dorado. Los días del gran Montmartre, parecían inequívocamente llegar a su fin, a favor de Montparnasse; o quizás a favor de nadie. Fuera como fuere, todos aquellos nutridos templos de la cultura y del espectáculo iban palideciendo y convirtiéndose en reliquias ancestrales, que iban poco a poco falleciendo.
– ¿Has visto el cartel? – me dijo – ¡Mon dieu! Es posible que no tengas nombre, mas qué dichoso al recibir semejante apodo.
– ¿Se trata de sorna o sorpresa? – comenté indignado.
– Sor… ¡Madre mía! Menuda decoración y exquisitez la del teatro.
– ¿Lo dice por sus rancias paredes? ¿Por la cortina ajada?
– No se trata del mobiliario, sino del nobiliario. Sin duda eres un auténtico maître; en otras condiciones jamás se habrían atrevido ellos a acercarse a un lugar así ¡Mire cuántos bigotes están dispuestos a filtrar innumerables miríadas de polvo y ácaros ¡C’est fantastique!
– ¿No podría moderar un poco su tono de voz? Más de uno puede estar escuchando – le increpé.
– ¿Desde cuándo los nobles escuchan? ¡Cuántas tonterías dices! – exclamó – Ellos han venido a ver al gran Maître; no al teatro. Pro y contra de ser grande: les guste o no la obra, si usted es la moda, será aclamado.
– No estoy tan seguro de ello. No hay mayor rumor en los pasillos que el famoso “parece que ha perdido la inspiración”; o “escribía mucho mejor antes”.
– Eso es lo que piensan, no lo que dicen – espetó – Puede que se atrevan a comentarlo tímidamente en los vomitorios, mas ¿alguna vez se lo han dicho frente a frente? – No pude evitar asentir con el rostro. Sin duda tenía razón – Amigo mío: mientras la prensa siga elogiando y enunciando tus teatrillos – cuánto detestaba esos dardos punzantes – no habrá nada que temer. Tenga en cuenta, que lo primordial para ellos es la imagen; su honor; su pomposidad; su estatus ¿Acaso cree que se atreverían a pronunciar tan sólo una palabra despectiva, arriesgando a encontrarse con miradas de repugnancia o despectivas?
– Muchas gracias por su tesis, doctor – le agradecí desalentado.
– Usted es más listo de lo que cree ¿No es así Maître? – Sin más el psicólogo se había dado la media vuelta, retirándose para sentarse en su reservada butaca.
Aunque pretendía sentarme junto a mi invitado, antes de aquello decidí marchar a los camerinos. Debía comprobar, como siempre, que todo se hallaba en riguroso orden. Tras el rojizo telón, alguno de las actrices y actores danzaban y espiaban al público, con e fin de apaciguar sus incontenibles nervios – Mucha suerte a todos – les dije – Que comience la función. – Todos asintieron y pronunciaron un firme “sí, maestro”. Sin mediar palabra alguna más, di la media vuelta, retomando el camino hacia mi asiento. No obstante, la mala fortuna, o simplemente un contratiempo sin importancia, hicieron que accidentalmente chocara con una joven. Su mirada se hallaba perdida; tal vez fuera aquella la razón del incidente, a la par siempre de mi posible torpeza – Cuánto lo siento – me disculpé.

– No se preocupe – respondió cabizbaja y avergonzada – le prometo que no volverá a pasar – finalizó, desapareciendo rápidamente entre las sombras de un pasillo. Sin saber por qué, cierta daga emocional había venido a impactar en mi corazón. Aquella mujer verdaderamente sufría ¿Cuál sería la razón? ¿Acaso nuestro choque había sido tan violento? Apenas había sentido nada. No estaba muy seguro; demasiado pesar para un acontecimiento tan fortuito. Sin embargo, su amarga y llorosa expresión pronto fue eclipsada por otra figura, tan pronto como se puede consumir la llama de una cerilla.
Se trataba de otra figura femenina; la primera con nombre: Maeve ¡Toda una Venus contemporánea! Sus largos cabellos negros y ondulados se deslizaban cual cascada por su hombro izquierdo y por su espalda. Sus labios, cuidadosamente pintados de rojo, al igual que su vestido, contrastaban mucho más con su tez pálida ¡Maeve…! Tras vernos, no pude evitar saludarla cortésmente desde la distancia. No se hizo esperar su verde y pícara mirada, más su irresistible sonrisa ¡Maeve! ¡Por qué desapareces! Sin duda, aquel gesto no era más que el preludio del inicio de la obra.

Instantes después el doctor había vuelto a ser mi compañía. El teatro prácticamente se hallaba apagado; el público, aguardaba paciente y silencioso el despliegue de cortinas.


Daniel Villanueva
26/06/12